Willow Creek, Montana
Annabeth Reed
Hoy no puedo conmigo misma. He intentado hacer cualquier cosa para distraerme, pero todo vuelve al mismo punto: Eli vendrá esta tarde a estudiar conmigo. Me lo repito desde que desperté, como si fuera un mantra o un recordatorio para no entrar en pánico. No es la primera vez que hablo con él, no debería ser tan complicado. Es solo un niño, uno que parece de cuarenta en su manera de cargar el mundo, pero aun así… un niño. Y sin embargo, llevo más de dos horas reorganizando la sala como si esperara la visita de un inspector que me va a evaluar la vida entera.
He cambiado la posición del sillón tres veces, movido la lámpara dos, y sigo sin estar convencida. El comedor lo pasé hacia la ventana para que entrara la luz, pero luego pensé que quizás la luz directa podría distraerlo, así que volví a empujarlo hacia su sitio original. Los cojines los esponjé, luego los aplané, luego los ordené por color y después por tamaño. Y ahora estoy parada en medio de la sala con un paquete de galletas para niños en una mano y un jugo en la otra como si no supiera qué hacer con ellos.
Miro la mesa del centro: armé un pequeño rincón académico que parece más la decoración de una tienda que un espacio real. Cuadernos nuevos, lápices recién afilados, dos libros de matemáticas que compré esta mañana en la librería del centro —uno de ejercicios básicos y otro con problemas más complejos por si acaso— y un par de post-its de colores que no necesitaba, pero que me parecieron tiernos. ¿Quién compra post-its para impresionar a un niño? Yo, al parecer.
Camino hacia la ventana por enésima vez y corro apenas la cortina. Nada. Ni rastro. Sé que falta todavía un poco para la hora acordada, pero mi ansiedad no entiende de horarios. Me seco las manos en los jeans aunque no estén mojadas.
—Por el amor al trigo, niña —resuena la voz de Mabel detrás de mí—, si sigues así vas a desgastar el piso.
Me sobresalto. Mabel cruza los brazos y me dedica esa mirada que mezcla preocupación con burla, la misma mirada que usaba cuando yo tenía doce años y quería impresionar a mi maestra de ciencias haciendo experimentos imposibles en la cocina.
—Pareces desquiciada —añade, señalándome con la barbilla—. Es un niño, Annabeth. Solo un niño. No muerde.
—Lo sé —digo, aunque la voz me sale demasiado alta, demasiado rápida—. Pero quiero que se sienta cómodo. Y… no sé. Quiero que… —Hago un gesto torpe con las manos— que le agrade.
Mabel suspira con una paciencia que solo ella puede tener.
—No hay malicia en él, cariño. No te va a juzgar por la posición de los cojines. Respira.
Intento respirar, pero lo único que hago es mirar otra vez hacia la ventana.
—Voy a salir —dice ella, tomando su chaqueta con la tranquilidad de quien no tiene ninguna prisa.
—¿A dónde? —pregunto, más por necesidad de mantenerla cerca que por curiosidad real.
Ella arquea una ceja.
—Soy una adulta, Annabeth. No tengo que decirte.
Me deja con la boca abierta. Está a punto de cruzar la puerta cuando se detiene un segundo para mirarme una última vez, con un gesto que casi parece ternura.
—Y deja de caminar en círculos —gruñe antes de marcharse.
Quedo sola, aunque la verdad es que ni el silencio me dura un minuto. Apenas se cierra la puerta detrás de Mabel cuando un golpe suave suena en la entrada. Mi corazón se dispara como si algo dentro de mí hubiera estado esperando justo ese sonido. Me quedo quieta, congelada, incapaz de moverme por un segundo entero.
Respiro hondo. Camino hacia la puerta y la abro. Y ahí está.
Eli está en mi umbral, con la mochila colgada de un solo hombro, el gorrito de lana cubriéndole parte de la frente y esa expresión seria que parece sellada a su cara, como si hubiera nacido con ella. Pero hoy se ve un poco más tímido, un poco más pequeño. Sus ojos, grandes e inocentes, me observan con cautela.
—Hola —dice, apenas audible.
Mi corazón se derrite un poco, solo un poco, pero suficiente para que me quede sin aire.
—Hola, cariño —le respondo suavemente—. Pasa, por favor.
Lo dejo entrar, retrocediendo para darle espacio. Él avanza despacio, como si temiera romper algo. Mira la sala, los cuadernos ordenados, los libros nuevos, los post-its inútiles. No dice nada, pero noto cómo se le iluminan los ojos cuando ve los lápices de colores.
Al principio, la mesa parece demasiado grande para los dos. Lo miro, él me mira. Se forma un silencio raro y tenso, casi incómodo. Pero sacamos su cuaderno de matemáticas, y apenas empezamos a leer las instrucciones del primer ejercicio, la rigidez comienza a desintegrarse.
Eli frunce el ceño cuando no entiende algo, y yo le explico con calma. Él asiente, intenta, se equivoca, intenta de nuevo. Y cada vez que resuelve algo bien, veo cómo sus hombros se aflojan apenas un milímetro más. Es como ver a un animalito salvaje acercarse, olfatear, probar. Poco a poco, sin prisa.
—¿Así está bien? —me pregunta en un momento, mostrándome un número torcido escrito con letra infantil.
Cuando levanto la vista para responder, lo veo concentrado, con la lengua ligeramente asomada entre los dientes, tan inmerso en su pequeño mundo que mi pecho se aprieta sin avisar. Algo cálido se enciende dentro de mí. Una ternura que no había sentido en años, una nostalgia que no duele del todo esta vez. Más bien… sana.