Willow Creek, Montana
Colton Hayes
Llego al rancho con el cuerpo entero hecho un nudo, la cabeza palpitando como si tuviera migraña. No conduzco hacia la casona, no quiero que Eli me vea así, con esta tormenta encima. En lugar de eso, llevo la camioneta hasta la construcción del fondo, el sitio que adapté hace años para entrenar cuando necesito despejarme. O, mejor dicho, para no destruir algo dentro de la casa. El saco cuelga esperándome, y apenas cierro la puerta del vehículo, camino hacia él como si fuera un enemigo al que llevo días queriendo encontrarme. Me pongo las vendas de mala manera, las manos temblándome de rabia, de impotencia, de algo que no soy capaz de nombrar, y cuando cierro los puños, empiezo a golpear.
El impacto suena seco, repetido, constante. Golpe tras golpe, hasta que me duelen los nudillos a través de la protección. Pero no es suficiente. Nada lo es. Desde que Annabeth volvió, he golpeado este saco más veces que en los últimos cinco años. Cada discusión, cada mirada, cada palabra, cosa que digo sin pensar —o que pienso demasiado— termina aquí, estampada contra este cuero viejo que ya debería estar hecho trizas. Lo golpeo porque no sé cómo hablarle, ya que cada vez que la tengo enfrente me convierto en la peor versión de mí. Porque ella me mira como si no supiera qué esperar y eso me desarma. Porque sigo sin saber cómo convivir con la mujer que me rompió el corazón… y aún quiero.
Respiro entrecortado y apoyo la frente en el saco un segundo, intento calmarme, pero el aire me arde en los pulmones. No quiero pensar en el pasado, pero siempre vuelve. Siempre vuelve esa imagen grabada en mi memoria como una quemadura: Annabeth, hace años, con los labios de Luke encima de los suyos. Yo la había estado buscando ese día, con un nerviosismo que ahora me parece sin sentido. Había decidido decirle lo que sentía. Que quería que comenzáramos una vida juntos; aunque no teníamos mucho dinero, podríamos salir adelante como pareja, tal vez incluso formar una familia. Y fui a buscarla para decírselo. En vez de eso, encontré eso. A ellos besándose como si nada.
Golpeo el saco otra vez, más fuerte, hasta que me duele el brazo entero.
Sabía que Luke estaba interesado en ella, pero nunca pensé que ella… que Annabeth… correspondiera. Fue como sentir cómo el piso entero desaparecía bajo mis pies. En ese momento no dije nada, no hice un escándalo. Solo me di la vuelta y me tragué todo. En mi dolor, me dejé arrastrar por Marianne, que llevaba meses mirándome como si fuera el último hombre en la tierra. No era amor, nunca lo fue. Y lo único bueno que salió de esa relación fue Eli. Mi hijo y mi razón. Mi orgullo. Sin embargo, el error más grande no fue estar con Marianne, fue no haberla frenado antes, no haber visto lo que podía hacerle a él. Me lo reprocho todos los días, aunque él nunca lo diga.
Aprieto los puños y sigo golpeando. Es inútil, pero no puedo parar.
Porque ahora Annabeth está de vuelta, y todo lo que creí haber enterrado empieza a despertar como un incendio. No sé cómo hablarle o cómo no hablarle. No sé cómo mirarla sin recordar lo que vi. Y tampoco sé si deba preguntarle por qué lo hizo si se suponía que me amaba, que nos amábamos. Lo único que sé es que cada vez que la tengo enfrente me siento como un jovencito torpe, pero con molestia encima, con frustración, con miedo. Sí, miedo. Porque la quiero aún. Porque nunca dejé de quererla y cada paso que doy para acercarme termina en una pelea. Mi hijo apenas me soporta últimamente y siento que todo se me está yendo de las manos.
Golpeo de nuevo, un derechazo fuerte, y el saco se balancea hacia atrás varios centímetros. Me quedo jadeando con las manos ardiendo.
Y pienso en la tregua. En esa tregua que yo mismo le ofrecí, como si fuera un trato entre enemigos. Pensé que así podría empezar a arreglar las cosas. A hablarle sin gruñir. A demostrarle que no soy solo este caparazón prepotente que ella ve. Pero esta noche arruiné todo, otra vez. Fui a su cita y lo empeoré todo. La vi con ese Andrew, tan educado, tan amable, tan perfecto en su camisa planchada y su postura impecable. Y sentí algo que me cuesta admitir: celos. Celos que me consumieron desde que la vi con él, riéndose tímida, mirándolo como si de verdad pudiera llegar a gustarle.
La embarré, lo sé. Le dije cosas que no debí decir. Cosas que ni siquiera siento de verdad. Y ver la decepción en sus ojos… Diantres, esa imagen me afecta.
Me retiro del saco, respirando aún con dificultad, y me paso ambas manos por la cara. No sé cómo arreglarlo. No sé si hay forma de arreglarlo. Annabeth me odia tanto como yo la extraño. Mi hijo me mira como si estuviera harto de mis errores, como si no supiera en qué versión de mí puede confiar. Y yo… yo solo estoy intentando mantenerme de pie, entre la rabia, el amor, la culpa y el miedo. Pero lo que más me destruye, lo que de veras me rompe… es que cuando la veo, cuando Annabeth me mira aunque sea por un segundo, siento que aún podría ser feliz.
Si tan solo supiera cómo volver a ella sin herirla. Si tan solo supiera cómo hablar sin arruinarlo todo y empezar a arreglar lo que quedó roto; pero no lo sé. Y eso, más que cualquier golpe, es lo que de verdad me está acabando.
Una hora más tarde, estoy sentado en el piso, con la espalda contra la pared del gimnasio, respirando como si hubiese corrido kilómetros, cuando escucho un pequeño crujido en la puerta. Me tenso al instante. Solo hay una persona en este rancho capaz de moverse tan silencioso a esta hora. Y no es precisamente porque quiera hacerlo; parece que lo heredó de mí. La puerta se abre apenas, lo suficiente para que una cabeza despeinada y unos ojos enormes asomen hacia adentro.