Como en todas las noches, salgo de mi cabaña a la media noche rumbo al lago que tengo al frente mío. Con mucho sueño, empiezo a hervir café, unas cuantas rodajas de carne seca, una caña de pescar, unos remos. Los guardo a ambos lados de mi mochila y estoy listo para salir. Enciendo con las remanentes ascuas de la noche anterior mi pequeño farol. Farol, el único recuerdo que tengo de mi padre. Lo sostengo con mi mano derecha, siempre me ha acompañado desde el primer día que decidí ir afuera.
El frío del bosque es algo que siempre me acompaña allá a donde vaya, su soledad inquebrantable, la frivolidad que se siente al ser el único ser humano por estas tierras, es algo indescriptible, ciertamente. A esta hora, los búhos, los coyotes, los grillos, los insectos duermen, la apenas insignificante bruma que se coloca entre el follaje de los árboles, las nubes que abren paso al firmamento, no hay nada que irrumpa la frágil sensación de paz que este bosque brinda a su único habitante.
Usualmente cojo la misma ruta para ir al lago. Lago que tiene fama de ser tranquilo, donde la marea parece detenerse por completo, el viento no juega en contra y los peces nadan tranquilamente entre las suaves corrientes. Camino con paso lento y firme, atento a cualquier ruido que pueda haber en las lejanías del lugar, pero como siempre. Nunca hay, ni escucho, nada, pero siempre hay algo que me mantiene alerta.
A los lejos puedo ver el pequeño puerto, apenas visible por la bruma creciente. Aquel puerto me tomó varios meses construir. Es algo agradable llegar y ver como tus creaciones siguen en pie, aguantando el paso del tiempo, como si nada en el mundo pudiera hacerles algo. Me siento gratificado.
Dejo cuidadosamente mis cosas sobre la pequeña embarcación que me esperaba en el mismo lugar todos los días. Nunca la he dejado amarrada ya que, nunca hay marea y el viento no es lo suficientemente fuerte como para moverla. Sin embargo hoy noté como esta se desplazó unos centímetros lago adentro. Nada inusual, pensé.
La noche me cobija con una extraña sensación de incomodidad, no sé porqué, es una sensación que nunca antes había tenido. Posiblemente puede ser efecto del sueño, que no dormí bien, tal vez, estoy sugestionado por tanta paz.
Ignoro todos mis pensamientos y me subo a la balsa cuidadosamente, tiendo el farol sobre la proa. Saco los remos de mi morral y comienzo a remar lentamente. Hacia el centro del lago.
Cada remada me acercaba más al centro, y entre más cerca estaba, el corazón no paraba de acelerarse. Pero, no había nada, simplemente, me sentía observado. No sé de dónde, o en qué lugar, solo sé que es así. El agua parece estar tan calmada como siempre, sin viento, sin marea, solo tranquilidad. Pensar en esto me logró relajar lo suficiente para recuperar la compostura. Una vez llegué al centro, la bruma empezó a disiparse, me alegró ver esto. Las nubes terminaron de despejar el cielo, las estrellas iluminaban con su tenue resplandor el agua inmovil. La luna, siempre pendiente de mis acciones.
Suspiré profundamente, me encomendé a la virgen y empecé a pescar. La noche era joven para lo que yo estaba acostumbrado, no habían prisas, solo esperar a que algún pez decidiera caer en el anzuelo. Anzuelo que sospechosamente tendría que estar cambiando cada cierto tiempo. Sin motivo aparente, este siempre se salía de la caña de pescar.
Pasaron las horas y no he logrado capturar ningún pez, la luz del farol empezaba a apagarse, solo me quedaban algunos minutos antes de que el fuego se extinguiera por completo. Esto me desmotiva bastante, si no logro capturar alguno antes del amanecer, permaneceré otro día sin reabastecerme.
Y así fue.
Con la salida del sol, la luna dejó de vigilarme con su rostro pálido, escondiéndose entre los rayos de luz de este nuevo amanecer. Cabizbajo decido regresar al muelle, sin nada que me alimente.
Dejo las cosas en el muelle y emprendo rumbo a casa. De camino a esta, noto como de la noche a la mañana, la mitad de los árboles del bosque ya no estaban. Alguien los había talado, pero nunca pude escuchar ningún ruido al respecto. Las aves no cantan, los animales no han salido de sus madrigueras, todo es muy extraño.
Parece ser que alguien decidió mudarse por estas tierras, pero no sabía quién podía ser, no conocía a nadie, ya que por estos lares, no había vuelto a ver a otro ser humano desde mi llegada.
Ignoro la situación por unas horas, el cansancio es tanto que no me puedo permitir tener gestos de hospitalidad. Al llegar a mi puerta, me encuentro con una carta que decía lo siguiente: “Somos tus nuevos vecinos, te vimos desde el lago pescando y pensamos que este sería un buen detalle para empezar a conocernos”. –Una canasta con los anzuelos que perdí en el lago y varios peces de distintos tamaños.
No podía evitar sentirme inquieto frente a tal suceso, pero por el otro lado, me sentía gratificado de poder volver a tener suministros, el invierno está por llegar y cualquier alimento extra, es una bendición. Tomo la canasta, abro la puerta e inmediatamente empiezo a preparar los peces. Desescamarlos era una acto que lentamente fui cogiéndole el gusto, ya lo hacía de manera rápida y sin mucho error. No obstante, nuevamente una sensación extraña invade mi cuerpo, al enterrar el cuchillo para quitar las agallas a los peces, noto que estos no las tenían. No tenían ningún corte o incisión antes. Puede que los vecinos ya lo habían hecho por mí y de pronto se les había olvidado quitarles las escamas. –Pensé.
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Editado: 29.10.2025