Los días siguientes, Valeria intentó convencerse de que todo había sido una coincidencia, que aquel vecino solo había sido cortés. Pero cada vez que lo veía en el pasillo, sentía cómo su cuerpo respondía con una mezcla de nerviosismo y deseo.
Una tarde, al regresar del trabajo, lo encontró sentado en las escaleras del edificio, con una taza de café en la mano. La luz del atardecer iluminaba su rostro, resaltando una melancolía que contrastaba con su porte seguro.
—¿Llegas tarde hoy? —preguntó él, rompiendo el silencio, como si ya conociera sus horarios.
Valeria sonrió tímidamente.
—El tráfico estuvo insoportable.
Él asintió, sin apartar los ojos de ella. Ese tipo de miradas que parecen desnudar, que atrapan, que incomodan y al mismo tiempo hipnotizan.
Se levantó despacio y, acercándose, extendió la taza de café hacia ella.
—Prueba, está fuerte, pero tal vez lo necesitas.
El roce de sus dedos al recibir la taza fue breve, pero suficiente para encender una chispa en su interior. Valeria sintió que el calor no provenía de la bebida, sino de la cercanía de él.
El silencio volvió, pero esta vez era distinto: cargado de promesas no dichas. Hasta que él, con voz baja y firme, dejó escapar una frase que quedó tatuada en la mente de Valeria:
—No siempre soy lo que aparento.
Antes de que pudiera preguntarle qué significaba, él se giró y desapareció en su apartamento, dejando a Valeria con el corazón desbocado y una certeza peligrosa: estaba entrando en un juego del que tal vez no podría salir ilesa.