El celular de Valeria seguía en su mano, temblando. Aún no podía creer que él supiera que lo observaba desde su ventana, y mucho menos que se hubiera atrevido a escribirle de esa forma.
Durante unos segundos, se quedó inmóvil, debatiéndose entre responder o apagar el teléfono y fingir que nada había pasado. Pero la ansiedad y la atracción eran más fuertes que la cordura.
—¿De qué sombras hablas? —tecleó al fin, con los dedos helados.
La respuesta no tardó en llegar:
“Sombras que prefiero enterrar. Pero contigo… siento que podrían dejar de pesar.”
El corazón de Valeria se agitó. Jamás alguien le había escrito algo así, tan directo, tan vulnerable y a la vez cargado de un magnetismo irresistible.
No lo pensó demasiado:
—Entonces déjame ayudarte —respondió.
El silencio en la pantalla duró un par de minutos, pero a ella le parecieron horas. Finalmente, apareció otro mensaje:
“¿Estás despierta todavía? Baja.”
Valeria tragó saliva. Eran más de las dos de la mañana, las luces del edificio estaban apagadas y el pasillo seguramente en penumbras. Su razón le gritaba que era una locura, pero su cuerpo reaccionaba distinto: la adrenalina corría por sus venas, y una fuerza invisible la impulsaba a obedecer.
Se miró en el espejo rápido: pijama sencillo, el cabello algo despeinado. Dudó un instante, pero luego tomó las llaves.
Cuando abrió la puerta y se asomó al pasillo, lo vio allí. De pie, recargado contra la pared, con una expresión que combinaba cansancio y deseo. Al verla, sus labios se curvaron en esa media sonrisa que la desarmaba.
—Sabía que vendrías —dijo él en voz baja, casi un susurro, mientras el eco de sus palabras retumbaba en el silencio de la madrugada.
Valeria, con el corazón desbocado, comprendió que estaba a punto de cruzar un umbral del que ya no habría retorno.