Las noches en aquel vecindario siempre habían sido tranquilas, pero desde que él llegó, la calma se había vuelto un espejismo.
La protagonista se sorprendía a sí misma mirando hacia la casa de su vecino, como si algo dentro de ella necesitara comprobar que todo seguía en su sitio.
Aquella noche, la curiosidad la venció. Se levantó de la cama, descalza, y se acercó a la ventana. Entre las cortinas apenas abiertas pudo distinguir una silueta en la casa de enfrente. El hombre estaba de pie, inmóvil, como si supiera que lo observaban.
Se estremeció. Quiso apartar la vista, pero no pudo. La figura, alta y rígida, parecía mirar directamente hacia ella. Una sensación de vulnerabilidad le recorrió el cuerpo, como si la hubieran sorprendido en un secreto que no debía revelar.
De repente, la luz de la sala del vecino se apagó. Oscuridad absoluta. La protagonista se quedó inmóvil, conteniendo la respiración, como si en cualquier momento pudiera escuchar el crujir de pasos acercándose a su puerta.
Al día siguiente, trató de convencerse de que había sido producto de su imaginación. Quizás él simplemente se movió por la casa y apagó la luz. Quizás no la había visto.
Pero cuando salió temprano rumbo a la tienda, encontró en su buzón un papel doblado. Temblando, lo abrió:
“Te ves bonita cuando miras por la ventana.”
El mundo se le vino abajo. Aquello ya no era coincidencia.
Él sabía.
La había visto.
Un escalofrío recorrió su espalda. Y lo peor no era la nota, sino que no había firma. Pero no hacía falta. Ella sabía perfectamente de quién venía.