No pudo dormir esa noche. La nota seguía sobre la mesa, doblada con precisión. Cada vez que la miraba, el corazón le latía con más fuerza.
Quiso convencer a su mente de que tal vez no provenía de él. Tal vez algún vecino travieso, algún desconocido que había pasado por allí. Pero en el fondo lo sabía: el mensaje tenía el sello de su vecino escrito en la penumbra.
A la mañana siguiente, intentó continuar con su vida normal. Fue a trabajar, saludó a sus compañeros, sonrió cuando le preguntaron cómo estaba. Pero por dentro todo era distinto: su cabeza no dejaba de reproducir la imagen de aquella silueta en la ventana.
Al regresar a casa, el vecindario parecía en calma. Vio al vecino salir de su puerta con una bolsa de basura en la mano. La saludó con una sonrisa tranquila, como si nada pasara.
—Buenas tardes —dijo él, con voz serena.
Ella tragó saliva y respondió apenas con un movimiento de cabeza.
“¿Y si estoy exagerando?”, se preguntó. Tal vez la nota ni siquiera era de él. Quizás se estaba dejando llevar por sus miedos, por la tensión que había sentido desde que aquel hombre llegó.
Sin embargo, esa misma noche, al preparar café en la cocina, escuchó un golpe seco en la ventana. Sobresaltada, corrió la cortina… y no vio nada. Solo la oscuridad.
Se obligó a respirar profundo, a no dejar que el miedo la consumiera. Pero cuando giró la vista, en el alféizar de la ventana había quedado algo: una pequeña flor marchita, colocada con cuidado.
El pánico regresó, tan fuerte como antes. No había testigos, no había pruebas. Solo esos pequeños gestos, cada vez más perturbadores, que la mantenían atrapada en una duda constante:
¿Era víctima de un acosador peligroso… o estaba enredándose en un juego de seducción del que no podría escapar?