Bibiana
El recepcionista nos guía a lo largo de varios pasillos en dirección a nuestra área de trabajo. Al pasar frente a otro pasillo que cruza, veo que un trabajador está limpiando los cuadros de una pared. Es Oliver. Nuestras miradas se apuntan en sincronía y detengo mi andar. No me acerco, pero levanto la mano a modo de saludo. Él me devuelve el gesto con la misma timidez, acompañado de una sonrisa suave que yo también le correspondo. A excepción de Áurea, el resto del equipo ha seguido caminando y me apresuro por no quedarme atrás.
El futuro mural se ubica en un lugar privilegiado. Está destinado a la pared principal de una galería amplia y luminosa, frente a un patio interior rodeado de altas columnas. Con un vistazo rápido ya sé que el muro apenas requerirá preparación; no hay salientes que lijar ni grietas que sellar, y está tan impecable que casi reluce.
El recepcionista se marcha a su puesto de trabajo y los amigos nos miramos mutuamente. Nadie dice nada, aunque todos pensamos lo mismo: «Demasiado bueno para ser legal». Pero conozco a Jaime y a Oliver desde los seis años, cuando nos colocamos en fila en el patio del colegio dispuestos a encarar el primer día de educación primaria. No me cuesta confiar en ellos. Nuestros años de amistad me han enseñado que saben lo que hacen y por dónde andan. No toman decisiones a la ligera y no se dejan engañar, aunque los demás crean salirse con la suya. Tienen buena fe sin pecar de ingenuos. No sé qué trato han acordado con el instituto, pero no logra preocuparme. Es fácil dejarse llevar por personas que son bondadosas e inteligentes a la vez, aun a riesgo de posibles consecuencias.
Lorena toma la iniciativa: coge un metro para medir la pared y una cinta adhesiva para delimitar el área del mural. Quizá ha tenido un procesamiento mental parecido al mío y ha llegado a mi misma conclusión. Eso nos permite respirar tranquilos, sobre todo a él, quien incluso deja escapar un suspiro de alivio.
Jaime despliega en el suelo una lona de protección para no mancharlo de pintura, y Áurea coloca el proyector a la distancia adecuada del muro. En casa le he tomado una foto al diseño con el móvil, y ahora conecto el móvil al proyector para que refleje el dibujo en la pared. De un momento a otro, la superficie transita de un blanco aburrido a una imagen colorida y sugerente del límite entre nuestro mundo y la dimensión que hay sobre nosotros. El caballo negro, el caballo blanco y la inquebrantable auriga se amplifican más de 30 veces, volviéndose imponentes y majestuosos, en una representación singular de la Alegoría del Carro Alado. Es algo intangible lo que la hace única; una profundidad emocional que solo podría transmitir alguien que ha cruzado esa frontera. Creo que ya he elegido un título: «El Interespacio».
Aunque la calidad de la proyección no es muy alta, podemos hacernos una idea de cómo se verá el mural final. Y esa idea enmudece a mis amigos.
—¿Ves esto, Áurea? —le pregunta Jaime—. Las IAs nunca podréis.
—No la piques —le digo.
—Sí podemos crear —asegura ella.
—Define «crear».
—Crear implica producir algo nuevo a partir de nada.
—Pues ahí lo tienes. Tú analizas datos, identificas patrones y generas respuestas. Eso no es crear.
Las IAs se alimentan de grandes volúmenes de información a gran velocidad para producir resultados aparentemente novedosos, pero, como él ha dicho, están basados en patrones, elementos preexistentes que se repiten dentro de un conjunto de datos. Su capacidad de producción es superior a la de miles de personas juntas, pero finita. Actúan dentro de los confines de su programación, obedeciendo algoritmos que les dictan los pasos que han de seguir. Algoritmos creados por la mente humana.
—¿Es eso cierto? —me pregunta la ginoide con un tono de aflicción. Quiere asegurarse de que Jaime no la esté mintiendo, pero no quiere descubrir que dice la verdad. No sucede como con la introspección o la intuición; esta propiedad del alma le gustaría poseerla. Quizá porque la creatividad es importante en mi trabajo y cree que la necesita para ser buena camarada. O quizá simplemente siente que ya hay demasiadas cosas que la diferencian de nosotros.
Sea como sea, no me siento bien respondiendo abiertamente, así que cuento una anécdota:
—Cuando le preguntaban al pintor Paul Gauguin cómo concebía sus obras pictóricas, él respondía: «Cierro los ojos y veo la imagen en mi mente».
Eso es crear: concebir algo que existe más allá de uno mismo. Es la expresión del alma a través del arte. Nuestra capacidad de producción —aunque más lenta y menos prolífica— no tiene límites, porque no depende de nada que ya exista. Nosotros lo creamos.
—¿Os sobra una de esas camisetas tan chulas? —Oliver llega desde algún lugar vestido de calle, sin su uniforme de limpieza. Parece que ha terminado su jornada y ahora pretende ayudarnos a pintar.
Jaime le lanza al pecho una camiseta de Kkachisaek, integrándolo al equipo, y Oliver se la pone con una ilusión que camufla su cansancio.
Con el suelo cubierto por la lona, los bordes del mural delimitados con cinta y la proyección bien encuadrada en su área, todo está listo para calcar el diseño en la pared. Me encargo de repartir tizas y entre los cinco comenzamos a reproducir las líneas de cada figura, en especial los elementos protagónicos, pero también cada edificio de la ciudad sombría y cada árbol del soleado valle.
—Muy bonito y todo —dice Lorena—, pero ¿podemos saber qué estamos dibujando?
Mientras seguimos con la tarea, me dedico a contarles la historia platónica que hay detrás del Mito del Auriga. Se dice que las almas son como carros tirados por dos caballos. El caballo negro está guiado por el deseo, el caballo blanco está inclinado hacia el deber y el auriga, la parte racional, es el encargado de mantener el control. Estas almas vivían felices y sin ataduras. Solo existía una regla que no podían romper jamás: ninguno de los caballos debía dominar al auriga. Muchas almas la cumplieron, pero hubo otras que fracasaron y fueron expulsadas a un mundo imperfecto, donde una especie de cárcel llamada cuerpo las capturó. Intentaron de todo para liberarse, pero no lo consiguieron. Fue entonces cuando un hombre muy sabio les dio la solución. «La única forma de escapar de esta cárcel es alcanzando el conocimiento máximo», reveló Platón. «Mientras no lo alcancéis, ni siquiera la muerte os librará, pues seguiréis cambiando de cuerpo eternamente». Esas almas somos los humanos, aprisionados en un cuerpo con el anhelo de regresar a nuestro mundo original.
#382 en Ciencia ficción
reencarnación, ciencia ficcion con tintes fantasticos, filosofía existencial
Editado: 12.05.2025