El primer sorbo de café de la mañana no era, para Máximo Vidal, un simple acto de consumo, sino una declaración de principios. A sus cincuenta y un años, la vida era una ecuación de variables controladas. Cada martes, a las 8:15 AM en punto, su BMW oscuro se detenía en el mismo aparcamiento de pago. A las 8:20 AM, ya estaba sentado en su mesa de siempre en El Boticario, un café de diseño industrial con ladrillo a la vista y tuberías de cobre pulido. Máximo apreciaba la estética limpia, el homenaje a la estructura. Su traje gris marengo, cortado a la perfección, era su uniforme, su armadura contra la posibilidad de que el mundo se saliera de sus estrictos márgenes.
Su carrera como arquitecto había sido brillante; sus edificios definían el skyline de la ciudad, monumentos al éxito y la rigidez. Sin embargo, su vida personal reflejaba una estructura a medio terminar. Se había divorciado hace una década de Elena, una mujer que admiraba el éxito del hombre que construía rascacielos, pero despreciaba al hombre que vivía encerrado en sus planos. Su hija, Clara, una joven y ambiciosa abogada, mantenía el contacto por obligación filial, resentida por la frialdad emocional de un padre que veía los sentimientos como riesgos estructurales. Máximo se había acostumbrado a la soledad, la había diseñado para que fuera cómoda. La única pasión que se permitía era la lectura de planos impresos, el olor de la tinta fresca sobre el papel caro, una certeza táctil que no existía en el mundo digital.
Esa mañana, la llovizna fina pegaba contra el ventanal, creando un velo acuoso que difuminaba el tráfico en un murmullo sordo, una melodía perfecta para la concentración. Estaba sumergido en los planos de la licitación de las Torres Ares, un proyecto colosal que prometía ser la obra maestra de su carrera, cuando una sombra se proyectó sobre el papel.
—Disculpe, ¿esta mesa está libre? Es la única que tiene la luz adecuada para mi lectura.
El bolígrafo de fibra de carbono se le escurrió de los dedos, cayendo con un sonido patético sobre el papel. No fue el contenido de la frase; fue la resonancia. La voz no era la de una mujer cualquiera. Era la única voz en el universo capaz de desmantelar, capa por capa, toda la estructura cuidadosamente construida de su vida adulta. El timbre era más grave, más rico, marcado por el tiempo y la experiencia, pero conservaba una cualidad inconfundiblemente etérea.
Máximo levantó la mirada, listo para enfrentarse a una alucinación o a un fantasma.
Y allí estaba ella: Serena.
No era la chica que había desaparecido una noche de verano, dejando solo una nota críptica y una herida supurante. Era una mujer forjada en el crisol de la madurez. Había arrugas finas alrededor de sus ojos, pero no la hacían parecer cansada; la hacían parecer un mapa de batallas ganadas. Su cabello, antes de un negro intenso, ahora llevaba mechones plateados que captaban la luz del café de una manera irreal. Iba vestida con un abrigo largo de lana oscura que parecía absorber la luz ambiental. Sus ojos, ese color imposible entre el ámbar fundido y el humo denso, sostenían la misma intensidad que te hacía sentir visto, vulnerable, y absolutamente comprendido.
El tiempo en El Boticario se detuvo. El vapor del café se quedó suspendido en el aire.
—Vaya. Máximo Vidal. —Una sonrisa se dibujó en sus labios, apenas perceptible, pero cargada de una melancolía aguda—. No te reconocería si no fueras el único hombre en la ciudad que sigue revisando planos impresos. Y sigues en el mismo rincón.
Máximo se puso de pie, su silla rasgando el suelo de madera. Su corazón, un órgano que había latido con perfecta regularidad durante décadas, se había transformado en un tambor desbocado, un fallo eléctrico en el sistema.
—Serena —El nombre salió como un graznido, una exhalación de años de silencio—. Treinta y cuatro años, siete meses y doce días. Llevo la cuenta.
—Lo sé —confirmó ella, sin inmutarse, pidiendo un café solo, sin azúcar, con la autoridad silenciosa de alguien acostumbrada a que se obedezcan sus deseos—. ¿Y qué esperabas? ¿Que me viera diferente?
—Esperaba una llamada. Una carta. Un funeral. Algo. —Máximo se obligó a sentarse, obligándose a adoptar la postura de un ejecutivo herido, no de un adolescente abandonado—. Tú desapareciste. Sin rastro. La policía intervino. Mi madre tuvo que tomar calmantes. Mi vida… mi vida se reestructuró por ti. Dejé de creer en cualquier cosa que no pudiera ser tocada o medida. Me volví, precisamente, lo que ves. ¿Te das cuenta del costo?
Serena esperó a que el camarero dejara su taza, la observó con una intensidad desmesurada antes de tomar el primer sorbo.
—Sí. Me doy cuenta del costo. Y te aseguro, Máximo, que si en tu vida la secuela fue la neurosis ordenada de un arquitecto exitoso, te fue mucho mejor de lo que me fue a mí. No puedes entenderlo. Las cosas eran más complicadas de lo que tu mente de joven adulto podía procesar.
—Inténtalo. Intenta decirme ahora mismo por qué arruinaste mi fe en la estabilidad. ¿Un novio nuevo? ¿Un cambio de identidad? ¿Un secuestro?
Ella se inclinó sobre la mesa, su voz bajando a un susurro urgente y denso que lograba superar el ruido del café. Su mirada se clavó en la de Máximo.
—Si te hubiera dado una explicación, o si hubiera intentado quedarme, mi mentor me habría encontrado. Y en el mejor de los casos, te habrían neutralizado. Y neutralizar, en el mundo del que yo vengo, no significa terapia, Máximo. Significa ser borrado, estructural y etéreamente. No te dejé para salvarme a mí. Te dejé para salvarte a ti de una realidad que tu mente, basada en la lógica y la física, no podía aceptar.
La palabra "neutralizado" resonó en la mente de Máximo. Sonaba violento y frío. Él, el hombre de la lógica, estaba escuchando una confesión que desafiaba todos sus cimientos.
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Editado: 09.12.2025