El primer sorbo de café de la mañana era, para Máximo Vidal, la única parte predecible y reconfortante de la mediana edad. Cada martes, a las 8:15 AM, se sentaba en la misma mesa junto a la ventana en la cafetería El Boticario del centro. A sus cincuenta años, Máximo había cambiado la impulsividad de la juventud por el orden inmutable. Dirigía una próspera firma de arquitectura, había construido edificios impresionantes, pero su propia vida se sentía como un plano limpio y sin terminar: funcional, sí, pero desprovisto de ornamentos esenciales.
Ese martes era particularmente gris en la ciudad. La llovizna fina pegaba contra el cristal, difuminando el tráfico en un murmullo nebuloso. Máximo vestía un traje de corte impecable color gris marengo. Estaba revisando planos de una licitación cuando una sombra se proyectó sobre la mesa.
—¿Disculpe, esta mesa está libre?
La voz.
No era la melodía vibrante y aguda que recordaba de sus diecisiete años, sino algo más profundo, como la cuerda de un violín tocada con madurez. Tenía esa aspereza que solo el tiempo y, sospechaba, el dolor, pueden tallar.
Máximo levantó la mirada, listo para responder con su cortesía habitual, y el bolígrafo cayó de sus dedos.
Frente a él estaba la mujer que había idealizado y enterrado durante tres décadas y media.
Era Serena. O, mejor dicho, era la versión de Serena que las arrugas finas y las líneas de expresión habían cincelado. Su cabello, que recordaba largo y rebelde, ahora estaba recogido en una trenza baja, salpicado de hebras plateadas que brillaban sutilmente bajo la luz interior del café. Sus ojos, antes de un color indescriptiblemente claro, eran un poco más cautelosos, pero poseían la misma intensidad que te hacía sentir visto, hasta el alma.
El tiempo se detuvo. Máximo no pudo articular palabra. Su mente adulta, su juicio profesional, todo se disolvió en el recuerdo persistente de un verano.
Serena parpadeó. Una sonrisa muy leve, casi triste, apareció en sus labios.
—Vaya. Máximo Vidal. No te reconocería si no fueras el único hombre en la ciudad que sigue revisando planos impresos.
La voz se hizo real y la realidad golpeó. Se puso de pie tan rápido que tropezó con su propia silla.
—Serena —el nombre salió de su garganta como un graznido.
—Esa soy yo. Parece que no has cambiado mucho. Sigues en tu rincón.
—¿Cambiar? Tú… tú desapareciste. Literalmente. Un día estabas en el banco del parque, al siguiente, solo una nota incomprensible y luego nada. La policía. Mis padres... —Máximo sintió un calor doloroso ascender por su cuello. Se obligó a respirar hondo. Este no era el muchacho enamorado, sino el hombre de negocios de cincuenta años. —¿Qué haces aquí? ¿Dónde has estado?
Serena miró rápidamente a su alrededor. El Boticario estaba medio lleno, el vapor de la cafetera creaba una neblina acogedora, ajena al huracán que se había desatado en su mesa.
—Máximo, por favor. ¿Podemos… sentarnos? Necesito este café. Y tú, por la cara que tienes, lo necesitas más.
Él asintió, mudo, y la ayudó a tirar de la silla. Cuando Serena se sentó frente a él, el espacio se sintió instantáneamente más pequeño y más cargado. Era como si el aire alrededor de ella vibrara a una frecuencia ligeramente diferente.
Ella pidió un café negro, sin azúcar, con una voz que no dejaba lugar a discusión.
—Han pasado treinta y cinco años —dijo Máximo en voz baja, cuando el camarero se hubo marchado.
—Treinta y cuatro años, siete meses y doce días —corrigió Serena, su mirada fija en el vapor de su taza imaginaria—. Lo sé.
—Y en todo ese tiempo, ¿ni una llamada? ¿Ni una postal? ¿Nada? Mi vida se… reestructuró por ti.
Serena suspiró, un sonido pesado, como el de una puerta secreta que se cierra.
—Sé que te hice daño. Y si pudiera volver atrás y manejarlo de otra manera… no podría. No tuve otra opción. Las cosas eran más complicadas de lo que podías imaginar. Y no hablo de una beca universitaria o de un viaje familiar.
Su café llegó. Serena tomó un sorbo largo, cerrando los ojos por un instante. Cuando los abrió, había una determinación férrea en ellos.
—Hay algo que tienes que entender. Y sé que sonará absurdo. Tú y yo, éramos… incompatibles. No por nosotros mismos. Por el exterior.
—¿El exterior? Vivíamos a cuatro manzanas de distancia, Serena.
Serena se inclinó sobre la mesa, su voz bajando a un susurro urgente que contrastaba con el ruido de las tazas y el tráfico exterior.
—Tengo que ser honesta contigo. Vine a la ciudad por un motivo muy específico. Y necesito ayuda. Y antes de que digas que no me debes nada, que es la verdad, tienes que saber algo más. La razón por la que te dejé no fue para salvarme a mí. Fue para salvarte a ti.
Máximo la miró. El orden de sus cincuenta años se estaba desmoronando a una velocidad alarmante. Recordó vagamente la nota, una frase sobre "no mirar a las sombras" y "las llaves del río". Una tontería que pensó que era producto de la fantasía adolescente.
—¿Salvarme? ¿De qué? ¿De qué hablas, Serena?
Ella estiró la mano y, por un instante, rozó la muñeca de Máximo. En ese contacto fugaz, él sintió un escalofrío que no era de frío; era una electricidad contenida, un recuerdo poderoso, y algo más, algo que parecía vibrar dentro de sus huesos.
Serena le sonrió, pero esta vez la sonrisa no tenía tristeza, sino un antiguo conocimiento.
—De la vida que llevaba y que, al parecer, me ha encontrado de nuevo. Y con ella, ha traído algo que… necesita de alguien que conozca esta ciudad como la palma de su mano. Necesito tu ayuda, Máximo. Hay un Velo que se está rasgando.
La lluvia afuera parecía intensificarse. Máximo, el arquitecto pragmático, miró a su antiguo amor. No había locura en sus ojos, sino una verdad aterradora.
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Editado: 06.12.2025