El Velo De La Rosa

Capítulo 6: Ahí, donde nadie pidió perdón

El jardín estaba marchito.

Un cielo cubierto por las penumbras, nubes que marcaban con si el mismo cielo estuviera de luto, allí solo se sentía un silencio espeso, como si cada rincón contuviera la respiración.

Rosales secos, tallos rotos, tierra agrietada. Ninguna flor. Ningún color. Solo la memoria de lo que fue.

Anna avanzaba con pasos lentos, casi dudosos. La seda de su vestido blanco rozaba las ramas muertas. Cada crujido bajo sus pies parecía una acusación. Frente a uno de los parterres vacíos, un hombre de espaldas, corpulento, encorvado, limpiaba sin entusiasmo unas piedras con un cepillo viejo.

—Señor Garlan… —murmuró ella, apenas audible.

El jardinero se detuvo. No se giró. Solo tensó los hombros, como si su cuerpo reconociera esa voz incluso después de tanto tiempo… y deseara no hacerlo.

—¿Vienes a burlarte otra vez? —dijo, sin volverse, con voz ronca, casi apagada.

Anna sintió un escalofrío. Sus labios se entreabrieron, pero no pudo responder de inmediato. Su corazón latía con fuerza. Su respiración se volvió inestable.

Entonces, sin dudar, se arrodilló a su lado.

La seda blanca tocó la tierra húmeda, manchándose sin remedio. No le importó. Sus rodillas dolían, pero lo merecía. Sus manos temblorosas se posaron sobre el suelo como buscando algo más que estabilidad. El jardinero giró apenas el rostro. Su mirada, cansada y endurecida por el tiempo, se detuvo en ella… pero no con sorpresa. Con dolor.

Y fue entonces que los recuerdos llegaron. Un grito desesperado.

***

—¡Por favor! ¡Solo un poco de tu alquimia! ¡Mi hijo está ardiendo en fiebre! ¡Te lo ruego! Garlan, con las manos juntas, de rodillas ante una figura envuelta en blanco. Anna —la otra Anna— lo observaba desde las escaleras de mármol, con una sonrisa pálida y ojos llenos de burla. —No me inclino ante gusanos. Si tu hijo no soporta una fiebre, tal vez no debía nacer —respondió con voz suave, para después acercarse con una sonrisa de satisfacción y susurrarle al oído.

—para el próximo, asegúrate de tener raíces más firmes— para después irse mientras una risa escapaba de sus labios como veneno

Otro recuerdo. Otro golpe.

La tumba improvisada, cubierta por un montón de tierra fresca. Un rosado rosal joven plantado con manos temblorosas. Garlan, en silencio, acariciando la flor como si fuera la piel de su hijo perdido. Entonces, pasos. Anna otra vez. Con una risa seca, cruel.

—¿Plantando para los muertos? Qué tierno. Y sin más, alzó el pie y aplastó la rosa, triturándola bajo su bota como si no valiera nada. Garlan no dijo una palabra. Solo se quedó allí, de pie, mirando los pétalos rotos. Y lloró en silencio.

—los muertos están donde deben, bajo mis pies como basura—

***

La Anna del presente no lloraba. Aún no. Pero sus labios temblaban, y su cuerpo entero parecía sujetarse con fuerza para no colapsar.

Volvió en sí. Tomó una profunda bocanada de aire, como si regresara de un abismo, en sus labios ocultos por sus cabellos negros un llanto contenido, sin lágrimas, pero no quería hacerlo, no tenía permitido hacerlo.

Y entonces hizo algo que sorprendió incluso al jardinero. Se inclinó hacia una pequeña bolsa de semillas, a un lado del banco de trabajo. Tomó una, cuidadosamente, como si tuviera en sus manos algo sagrado.

Sin esperar indicación, sin pedir permiso, comenzó a escarbar la tierra frente a ella con los dedos. Sus uñas se llenaron de barro.

Sus palmas se oscurecieron con polvo y humedad. Pero continuó.

Colocó la semilla. Tapó el hoyo con cuidado. Aplastó la tierra con ambas manos… y las mantuvo allí, firmes. Y entonces, en ese gesto pequeño, tembloroso pero lleno de alma, las lágrimas comenzaron a brotar. Su voz salió rota. Apenas un susurro, pero cargado de un peso de años.

—Lo siento…

Sus manos aún presionaban el montículo de tierra, como si con eso pudiera transmitir su arrepentimiento. Ese “lo siento” no era solo para Garlan. Era para su hijo. Para las rosas rotas. Para la Anna que fue.

El jardinero no dijo nada. Pero no se alejó.

Anna se levantó lentamente. El barro manchaba su vestido, sus manos, sus rodillas. Y por primera vez, no le pareció una carga, sino un símbolo. De que estaba ensuciándose… para reparar. Se fue sin decir más. El silencio la siguió, pero esta vez, no era de condena. Era de respeto. Y sobre la tierra removida, la semilla dormía. Esperando.

En ese momento, sin que Anna lo supiese, Garlan poso su mano sobre el montículo recién formado, en ese momento una sola luz se filtro desde las nubes posándose sobre su mano, y solo un destello tenue se ve en su rostro, un rostro que se creía vacío.

Perfecto. A continuación, te presento la versión revisada del Capítulo 7: Un encuentro con Lady Altheria, eliminando toda mención explícita a lo que Anna hizo en el jardín o con Eliana y Galán. En su lugar, Lady Altheria se expresa con frases indirectas, cargadas de intención, dejando espacio a la interpretación —pero dejando claro que sabe.




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