El Velo De La Rosa

Capítulo 8: El Eco de lo no Dicho Parte I

Las ruedas del carruaje crujieron al entrar por el portón de la mansión. No era un sonido fuera de lo común, pero esa mañana tenía un peso distinto. El silencio pareció apretarse sobre los sirvientes que lo escucharon. Como si reconocieran que el visitante no venía con cortesía en el pecho, sino con cenizas aún calientes entre los dedos.

Anna lo sintió incluso antes de verlo.

Estaba en el jardín, frente al brote que apenas comenzaba a asomar de la tierra que había removido días antes. No era más alto que su dedo meñique, pero le hablaba con su existencia. Le recordaba, cada mañana, que algo podía nacer incluso de la tierra más sucia.

—Lady Anna —avisó una doncella, temblando—. El heredero Valcourt ha llegado.

Anna se levantó lentamente. No preguntó por qué. Sabía quién era. Sabía también que no venía por voluntad propia. La carta que su padre le mostró unos días atrás lo dejaba claro: “Sir Daeron Valcourt vendrá en representación de su casa para renegociar los acuerdos fronterizos. Es un deber. No una cortesía.”

Y, sin embargo, sabía que ese "deber" traía otra clase de carga.

Daeron descendió del carruaje con movimientos medidos. Su porte era impecable: cabello castaño claro atado hacia atrás, uniforme gris de tela fina, botas altas sin una mota de polvo. Su mirada era fría, pero no vacía. Ardía en ella una lucidez calculada, como si cada palabra que aún no había dicho estuviera afilada con antelación.

—Lady Anna —saludó sin inclinarse—. Qué extraño estar de nuevo en esta tierra. Donde algunos mueren… y otros florecen.

No hubo sonrisa. Solo un filo casi imperceptible.

—Sir Daeron. Bienvenido —respondió Anna, con una voz más serena de la que esperaba encontrar en sí misma.

Los sirvientes intercambiaron miradas incómodas. Algunos recordaban la visita de hace años. No por lo que sucedió a la vista, sino por lo que se murmuraba entre cocinas y pasillos. Una niña enferma. Una súplica. Una risa cruel. Una tumba al pie de un rosal que nunca creció.

—Acompáñame —dijo Anna, girándose. Y Daeron la siguió, como si cada paso suyo marcara el juicio de un espectro del pasado.

La conversación no tardó en desviar su curso. La sala de reuniones era sobria, con un ventanal cubierto por cortinas pesadas, y un aire tan denso que casi podía cortarse. Anna y Daeron estaban sentados frente a frente. Eliana, discretamente a un lado, como acompañante oficial… y sombra silenciosa.

—El tratado ya no incluye los pasos del Este —dijo Anna con calma, deslizando un pergamino con sellos reales hacia él—. Fueron reclamados por la corona tras el fallo judicial del año pasado. Tu padre fue informado.

—Mi padre puede haber sido informado, pero yo no estaba al tanto —dijo Daeron con tono gélido—. Y tú lo sabías. Esperaste hasta mi llegada para… ¿humillarme? ¿Reclamar la victoria con tu voz tan templada?

Anna no respondió de inmediato. Sus ojos no eran agresivos. Eran… resignados.

—No estoy aquí para humillarte, Daeron. Solo cumplo mi deber.

—Tu deber… —murmuró con desprecio—. Qué palabra tan vacía en tu boca.

Eliana entrecerró los ojos, percibiendo la tensión subir como la presión antes de una tormenta.




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