El Velo De La Rosa

Capítulo 8: El Eco de lo no Dicho Parte II

Daeron recogió los papeles del tratado con dedos tensos y mirada vacía. No dijo nada más. Solo empujó la silla hacia atrás con brusquedad y comenzó a marcharse. Eliana respiró, aliviada. Pero entonces…

—Tu hermana… —dijo Anna, alzando la voz con una mezcla de duda y resolución.

Daeron se detuvo en seco. No se volvió, pero sus hombros se tensaron como si un cable invisible se hubiera jalado en su interior.

Anna bajó la vista por un segundo y luego dio un paso al frente.

—No pretendo que me perdones. Solo quiero que sepas que… no fue justo. Lo que pasó con ella. No fue justo para nadie. Ni para ustedes… ni para mí. Me equivoqué.

El silencio fue absoluto. Eliana contuvo el aliento.

—¿Eso es todo? —dijo Daeron sin girarse—. ¿No fue justo? ¿Eso es lo que tienes que decirme después de años?

Giró sobre sus talones. Y en sus ojos ya no había nobleza, solo rabia contenida. El rostro se le desfiguraba con cada palabra.

—No sabes lo que hiciste. ¡Tú la condenaste! La aplastaste con tus juegos de poder. ¡Te llevaste su nombre, su voz, su alma! —Daeron avanzaba ahora, los pasos firmes, la mirada desencajada—. ¿Y vienes ahora con frases templadas? ¡¿Con una disculpa disfrazada de reflexión?!

Alzó el brazo. Eliana sintió que todo pasaba en un parpadeo.

Anna se quedó quieta. No se movió. No alzó la mano. No gritó. Estaba dispuesta a recibirlo.

Pero Eliana no lo permitió.

Se interpuso en un instante, como una lanza de carne y hueso. Daeron se detuvo a milímetros. Su mano quedó alzada, pero jamás llegó a tocarla.

Eliana lo miró directo a los ojos. Firme. Inquebrantable.

Daeron bajó la mirada… y vio la cicatriz. Esa línea pálida que surcaba el cuello de Eliana como un recuerdo quemado.

Su voz se quebró por un instante, pero aún salió llena de veneno.

—¿Por qué la defiendes…? —susurró con amargura—. ¿Sabes quién te hizo esa cicatriz? ¿Lo has olvidado acaso?

Pero Eliana no retrocedió.

—Claro que sé quién me la hizo —guardo silencio un segundo, y entonces añadió, sin pestañear—. Y por eso mismo estoy aquí. Porque si yo puedo mirarla a los ojos y no repetir lo que ella fue… entonces tú también puedes soltar lo que arrastras.

Daeron la miró, confundido, sin palabras. No supo qué decirle a esa mujer que una vez fue víctima, y ahora se erguía como escudo entre él y su pasado.

Anna solo pudo cerrar los ojos. Dolida. En silencio. Porque no podía cambiar lo que fue, pero… alguien la había defendido. No por lo que era antes, sino por lo que estaba intentando ser ahora.

Desde detrás de Eliana, sin decir palabra, Anna la miraba. Eliana estaba de pie, valiente. Pero sus manos apretaban el vestido con fuerza, con desesperación oculta. Y en sus ojos, apenas visible, una lágrima contenida que no se atrevía a caer.

En ese momento, al ver a Anna de pie en ese estado, Daeron recordó a su hermana menor. Cuando, de pequeñas, ella regresaba de sus lecciones frías, su hermana la esperaba con una sonrisa débil, fingiendo que todo estaba bien. Pero sus manos siempre delataban la verdad. Esa manera de apretar el vestido… de intentar no llorar.

Y ahora, esa imagen estaba allí, viva frente a él. Esa figura noble, firme… y rota por dentro.

Su brazo se detuvo a medio alzar. La rabia comenzaba a disiparse como humo que, sin combustible, ya no podía arder.

No era la voz de Eliana, ni el arrepentimiento de Anna. Fue esa postura, ese gesto frágil envuelto en coraje, el que lo quebró por dentro.

—Tsch… —gruñó, girando sobre sus talones. El golpe no cayó. No hubo más palabras. Solo pasos alejándose.

Eliana no se movió hasta que la puerta se cerró.

El silencio regresó, pero era otro. Uno cargado de emociones no dichas.

Y Anna, con voz baja, apenas audible, dijo:

—Gracias…

Eliana no respondió con palabras. Solo giró un poco la cabeza, lo suficiente para que al fin viera que, esta vez, que la lágrima había caído.




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