La luz de la mañana entraba tímida por las rendijas de las cortinas, tiñendo la habitación de un dorado suave.
Anna despertó lentamente, sus párpados pesados y su cuerpo aún envuelto en el letargo de una noche profunda. Por un instante, no recordó dónde estaba. No recordó lo que había pasado.
Solo sintió… calor.
Y algo más.
Su mejilla no estaba sobre una almohada, sino contra algo más cálido. Más vivo.
Su respiración rozaba una tela fina. Y debajo, una piel suave que no era la suya.
Sus ojos se abrieron de golpe.
Eliana.
La reconoció por el aroma antes que por la forma. Ese perfume sutil que no era fragancia comprada, sino algo natural, sereno… y peligrosamente acogedor.
Anna no se movió. No podía.
Eliana dormía, sus brazos alrededor de ella con una tranquilidad que parecía haber estado allí toda la noche, como si abrazarla fuera tan natural como respirar.
Y Anna, con su rostro escondido entre el cuello y el pecho de la otra, sintió que algo en su pecho se revolvía. No de miedo. No de angustia.
Era… calor. Un sonrojo que subía lento desde el estómago, como si su cuerpo acabara de recordar que eso era intimidad, y que hacía mucho no la conocía.
La tela del camisón de Eliana apenas era una barrera. Sentía su piel debajo. Su pulso. Su aliento lento. Y cada sensación era un recordatorio de lo cerca que estaban. De lo imposible que era huir sin despertar a la dueña de ese abrazo.
¿Cómo se supone que escapo de esto… sin romper algo?, pensó.
Porque sí, podía moverse. Podía fingir haberse despertado incómoda. Podía poner excusas.
Pero no quería.
Y eso era lo más aterrador.
Eliana se movió apenas, su respiración cambiando. Un leve suspiro, el pestañeo lento de quien vuelve al mundo desde un sueño sin sobresaltos.
Abrió los ojos con calma… y allí estaba Anna. Apegada a ella, con el rostro hundido en su pecho, como si aquel rincón suave y cálido fuera un refugio del que aún no había podido salir.
Eliana no dijo nada al principio.
Solo sonrió con suavidad, como si aquello no fuera en absoluto extraño para ella. Como si despertarse abrazando a Anna fuera la cosa más natural del mundo.
—Buenos días —susurró, con voz aún adormilada.
Anna parpadeó. La sangre ya le ardía en las mejillas, y aunque su cuerpo entero gritaba por apartarse, no se movía. Estaba atrapada… en más de un sentido.
—¿Q-qué… qué estás haciendo? —farfulló al fin, su voz más aguda de lo normal, ahogada en nerviosismo—. ¿Por qué me estás abrazando?
Eliana ladeó un poco la cabeza, sin soltarla.
—Porque estabas temblando anoche —respondió con tranquilidad—. Y no quería dejarte sola.
Anna cerró los ojos con fuerza, como si eso pudiera evitar que la situación empeorara. Pero no había escapatoria. Estaba acorralada… por un gesto amable.
—¡Podías haber dormido del otro lado de la cama! —reclamó, aún sin levantar la voz, más como una queja infantil que una acusación real—. ¡Esto… esto es demasiado!
Eliana, sin cambiar el tono ni la sonrisa, murmuró:
—¿Demasiado cómodo?
—¡Demasiado cercano! —espetó Anna, escondiendo más la cara, lo que solo provocó que su mejilla se apretara aún más contra Eliana.
Eliana río apenas, una risa cálida, sin burla.
—No pareces tan incómoda…
—¡Estoy muerta de vergüenza! —chilló Anna, aunque su voz apenas fue un susurro histérico.
Y en ese instante, Eliana alzó una mano con cuidado y le acarició suavemente el cabello. Un gesto que no buscaba provocar, solo calmar.
—Entonces prometo no decirle a nadie que la temible Anna busca refugio entre mis brazos al dormir —bromeó con voz tenue.
Anna gruñó algo incomprensible, completamente derrotada por la ternura del momento.
Y aun así… no se apartó.
La mañana era templada, con una brisa suave que acariciaba los campos recién arados.