Capítulo 11 Parte 1: Pequeños Gestos, Lentas Redenciones
Anna hundía sus dedos en la tierra húmeda con delicadeza, como si pidiera permiso antes de plantar cada semilla. A su lado, Garlan trabajaba en silencio, arrodillado, pasando las herramientas, removiendo el suelo, colocando las estacas. No había palabras entre ellos. No las necesitaban.
Durante semanas, él había evitado siquiera mirarla directamente. Pero hoy, aunque sus labios callaban, sus gestos hablaban: la forma en que le ofrecía la regadera sin brusquedad, el modo en que acomodaba la sombra del toldo para que no le diera el sol en la cara.
Anna, por su parte, se permitía respirar junto a él. No había disculpas aún. Solo pequeñas acciones. Presencias que antes no compartían el mismo espacio y que ahora lo llenaban sin esfuerzo.
Cuando Anna se manchó la mejilla con tierra, Garlan, sin pensar demasiado, alargó la mano y la limpió con el pulgar. Sus dedos eran ásperos, fuertes, pero su toque fue casi reverente.
Ella alzó la vista, sorprendida. Él desvió la mirada, enrojeciendo apenas.
Y ambos siguieron trabajando.
No hacía falta más.
Mas tarde ese dia.
—¡Ay! —exclamó Anna al dejar caer una olla de cobre que hizo un escándalo al chocar con el suelo de piedra.
—¡Cuidado! —saltó una de las cocineras, aunque no con enfado, sino con una risa difícil de ocultar.
Vestida con el uniforme tradicional de sirvienta —delantal blanco, blusa ceñida, falda larga—, Anna parecía una extraña mezcla de nobleza y torpeza. El uniforme se le ajustaba de manera inesperada: no vulgar, pero sí… llamativa. Y cuando se inclinaba a recoger algo, como ahora, era imposible no notar ciertas curvas antes ocultas tras vestidos aristocráticos más recatados.
Varias sirvientas desviaron la mirada entre risas tímidas.
Otras, más atrevidas, la observaron sin disimulo.
Pero ninguna fue tan afectada como Eliana, que llegó justo a tiempo para ver cómo Anna se agachaba sin cuidar su postura, dejando entrever el escote bajo la blusa por un segundo eterno.
—¡Anna! —exclamó Eliana, roja hasta las orejas.
—¿Qué? ¡Solo estoy limpiando! —protestó Anna, sin comprender del todo el revuelo.
Pero cuando se incorporó, con el uniforme ligeramente húmedo por haber lavado verduras momentos antes, y la tela del pecho y la espalda pegada a su piel, comprendió. Eliana había girado la cara, cubriéndose la boca con una mano, su corazón latiendo como un tambor.
—Voy… voy a buscar más leña —balbuceó la otra joven antes de salir casi corriendo de la cocina.
Anna se quedó sola, con media cocina mirándola… y dándose cuenta, quizás por primera vez, de que su transformación no solo era interior.
Y que el efecto que tenía sobre los demás… no siempre era voluntario.