El amanecer llegó envuelto en nubes densas. No había lluvia, pero el aire se sentía húmedo, pesado, como si el cielo contuviera el aliento ante lo inevitable.
El carruaje oscuro esperaba frente a la entrada principal. Los emblemas plateados de la Casa d’Valrienne brillaban con un orgullo frío en la madera barnizada. Dos guardias de rostro imperturbable, enviados personalmente por el duque, se mantenían rígidos a ambos flancos del vehículo. Anna salió sin ceremonia. Caminaba con paso firme, el abrigo gris ajustado a su figura, la falda simple y el cabello recogido sin ornamentos. Ya no usaba joyas, ni perfumes, ni esas cintas con las que alguna vez se pavoneaba. Solo era Anna. Ni duquesa, ni sombra, se veía calmada, por sus años de enseñanza en la nobleza, pero sus dedos inquietos ya tomando, de forma leve, una tonalidad blanquecina por el apretón que sostenía silenciosa.
A cada paso, sentía las miradas.
Los sirvientes estaban ahí. Uno a uno, como al azar. La joven de cocina, supuestamente barriendo el umbral: el jardinero viejo que regaba una planta ya empapada: la lavandera con un cesto vacío. Ninguno decía nada. Pero la verdad era evidente en sus rostros: preocupación. No temor, como antes. Sino algo nuevo.
Cálido.
Real.
Incluso Lady Altheria, desde la ventana del estudio del segundo piso, observaba con una taza entre las manos. No bebía. Solo miraba. Su expresión severa parecía más bien… inquieta. Temor. No por Anna. Sino por el lugar al que se dirigía. Por lo que la esperaba en esa jaula dorada que una vez llamó “hogar”.
Y entonces, la voz.
—…Por favor, cuídese, señorita.
Anna se detuvo sin voltearse, sus ojos abiertos como gemas, miraba hacia el carruaje, aquel que la llevaba directo al nido de los leones, el lugar que durante tanto tiempo para ella fue una prisión, una jaula, un vacío sordo.
Garlan estaba a un costado del jardín, con el delantal sucio y la pala aún en la mano. La miraba directo. No era súplica. Ni juicio. Era otra cosa. Una verdad simple. Una petición silenciosa que venía de un corazón que alguna vez sangró por culpa de ella… y que, de algún modo, aún le deseaba bien.
Fue esa simple frase la que logro acallar el apretón, sus dedos volviendo a retomar su color natural.
Y al fin logro escuchar lo que su miedo acallaba como un vacío que la envolvía, susurros, no era odio, ni temor, ni tristeza. No… solo preocupación, aquellos que alguna ves desprecio, que humillo, que quito más de lo que un ser humano puede aguantar. Y ahí estaban ellos, rezando por su regreso a salvo.
Una línea transparente se dibujó a través del rostro que alguna vez fue veneno, que mataba a su paso. En su labio un llanto contenido; un susurro que deseaba ser liberado pero que ella no se permitía expresar, al menos aun no.
Los verdugos encargados de llevarla a su ejecución pública la miraban con sorpresa. sus ojos incrédulos habían visto el daño causado por Anna de primera mano y, ahora frente suyo, una figura que pese a ser sutil recibía aprobación
Y entonces, el golpe final.
Antes de que pudiera subir al carruaje, una figura se acercó sin previo aviso.
—¿en serio planeas irte así sin más? — dijo Eliana desde el umbral de la mansión, con una mochila a cuesta—¡ah, no señorita o me llevas o te obligo. — decía con una determinación clara
Anna se giró hacia ella. El corazón le dio un vuelco que casi la hizo perder el aliento.
Sus labios se abrieron… pero no salió sonido.
La firmeza, la muralla que tanto había trabajado en mantener, se resquebrajó. Apenas. Lo suficiente. Solo un pequeño asentimiento provoco que Eliana saltara dentro del carruaje
Las puertas se cerraron. Las ruedas crujieron. El carruaje se puso en marcha.
Desde dentro, Anna no miró hacia atrás.
Pero en su pecho, cada rostro, cada gesto contenido, cada silencio cargado, se grabaron como cicatrices dulces.
Y una frase la acompañaría por mucho tiempo:
"No pelearás sola esto."