El traqueteo del carruaje se desvanecía con cada metro que avanzaba, como si el mundo mismo contuviera el aliento. La niebla envolvía la antigua propiedad Ravel, difuminando los contornos del pasado y arrastrando consigo el eco de los errores.
Dentro del carruaje, Anna permanecía inmóvil, la mirada fija en la silueta de la mansión que surgía como una bestia dormida.
—¿Estás segura? —preguntó Eliana, su voz apenas un murmullo.
—No lo sé —respondió Anna—. Pero ya no huyo.
Las palabras flotaron en el aire, pesadas, antiguas. Eliana no dijo más. Sabía que aquella mujer a su lado no era la misma que una vez mandó azotar a un sirviente por no bajar la mirada. Esa Anna se había desvanecido... ¿o se había escondido?
El carruaje se detuvo frente a la gran plaza.
Silencio.
Luego, como un vendaval, vinieron los susurros:
—¿Es ella…?
—¡La bruja de sangre!
—Dicen que su sombra puede hacerte enmudecer…
Anna bajó. La piedra del suelo pareció protestar bajo su peso. Eliana descendió detrás, con porte de escudo humano.
Entonces ocurrió.
Una niña, quizá de cinco años, escapó del gentío. Llevaba una flor en las manos, y al correr tropezó justo ante Anna, cayendo al suelo con un quejido.
Los murmullos se apagaron y los padres de la niña enmudecieron, recuerdan lo que paso la última vez que un niño se atrevió a pasar en frente de Anna.
Eliana dio un paso al frente, tensa.
Anna no se movió de inmediato. Miró a la niña… y a las sombras que la envolvían. Durante un segundo, la imagen del pasado se impuso. Otro niño. Otro tropiezo. Otra sentencia.
***
—My… My Lady solo es un niño?
—este plebeyo se atrevió a ensuciar mi vestido— decía ella con una cara de desprecio total— tiene que aprender a respetar
Y sin mas, el niño fue abandonado en el bosque donde nunca jamás fue visto
***
Un recuerdo fugaz, un eco del pasado pero que provoco que Anna temblara un poco
Pero esta vez…
Anna se arrodilló.
—¿Estás bien? —preguntó suavemente.
La niña, confundida, asintió. Anna la ayudó a incorporarse, sacudiendo el polvo de su vestido sin importarle la suciedad en sus propias manos.
—Eres fuerte —dijo con una sonrisa.
El mundo pareció detenerse.
El silencio que siguió no fue de temor, sino de incredulidad.
—¿Desde cuándo la duquesa se mancha las manos? —murmuró alguien.
Una voz distinta rompió la quietud. Grave. Conocida.
—Vaya… La duquesa que se agacha por una plebeya.
Anna se levantó lentamente, girando hacia la escalinata de entrada.
Ahí estaba Daemien d’Valrienne , su hermano mayor.
Alto, con el porte innegable de la aristocracia. Cabello oscuro, ojos grises como acero húmedo. Su rostro no mostraba emoción… pero sus ojos eran cuchillas envainadas.
—¿Debo darte la bienvenida como familia… o como enemiga? —preguntó, descendiendo escalón tras escalón.
Anna sostuvo su mirada. No respondió enseguida. El viento revolvió sus cabellos mientras la niña se aferraba a su vestido.
—Quizás como algo que aún no tienes nombre —dijo al fin—. Porque lo que fui... ya no existe.
Daemien se detuvo a dos escalones de distancia. Su sombra tocaba la de ella.
—Los nombres pueden cambiar. Las cicatrices, no —replicó con frialdad.
Anna desvió la mirada hacia la puerta de la mansión.
—Y sin embargo… vine para enfrentarlas.
La puerta se abrió con un lamento antiguo. Y Anna cruzó el umbral. No como víctima. No como noble. Sino como alguien que había decidido volver al infierno... para cerrarlo con sus propias manos.