La música flotaba ligera, elegante, como la espuma de vino en copas de cristal. El salón del palacio estaba iluminado con cientos de velas encantadas, y las escaleras de mármol llevaban a una plataforma donde Selene, la hija mayor de los d’Valrienne, recibía elogios como flores arrojadas al viento.
Anna observaba desde el extremo opuesto del salón.
Había vuelto por obligación. O eso le dijeron. Su presencia no era deseada… solo tolerada. Vestía un sencillo vestido negro, sin adornos, sin joyas, sin los ribetes dorados de su infancia noble. No había tiara, ni séquito. Solo ella, de pie junto a un macetero de hortensias.
Y, sin embargo, todos la veían.
—¿Es ella…?
—La que humilló a la hija del duque Renard, ¿recuerdas?
—Dicen que cambió.
—Dicen muchas cosas.
Los susurros eran cuchillas envueltas en terciopelo.
En el centro de la sala, Selene brillaba como el sol. Su vestido azul celeste resplandecía bajo los hechizos de luz. Su sonrisa era perfecta, sus gestos refinados. Incluso su discurso fue breve, modesto, impecable.
Todo era suyo. La atención, los aplausos… el respeto.
Anna, por primera vez en años, no deseaba estar allí. Y, paradójicamente, era incapaz de marcharse.
—Anna… —susurró una voz a su lado.
Era uno de los jóvenes nobles. No un amigo. Más bien un viejo conocido. Su mirada era cautelosa, como si se acercara a una bestia dormida.
—¿Sorprendida por el regreso? —preguntó con una sonrisa forzada.
—Solo por la hipocresía —respondió Anna, con una calma que helaba.
El chico se tensó, río nerviosamente y se marchó sin replicar.
Anna no había alzado la voz. No había caminado por la alfombra roja. No había interrumpido nada.
Pero era una presencia imposible de ignorar.
Y eso, sin querer, comenzó a molestar.
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En el estrado, Selene bajó lentamente la copa de vino tras un brindis.
Sus ojos recorrieron el salón, y por un instante —solo un instante— se cruzaron con los de Anna.
Hubo una chispa. No de ternura. Tampoco de odio. Solo… competencia.
Selene sonrió.
Anna no lo hizo.
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—¿La notaste también, ¿verdad? —murmuró una dama anciana a su esposo—. Siempre fue como una sombra en medio del sol.
—Y el sol… —respondió él— no tolera las sombras.
Anna intentaba no dejar que las miradas la afectaran. Cada gesto suyo era medido, contenido, como si se moviera por un campo minado. No debía hablar de más, no debía provocar, no debía... ser la que fue.
—Lady Anna—dijo una voz suave pero firme a su lado.
Un joven de cabello oscuro, con capa dorada y una copa en mano, se acercó con una sonrisa que no tocaba sus ojos. Era Lord Mirthan, hijo menor del Conde Ravel. Un adulador por costumbre… y un verdugo disfrazado cuando olía sangre.
—Qué honor tenerla aquí, después de tanto silencio. Nadie esperaba verla… ¿tan sobria?
Algunas risas se alzaron suavemente desde los invitados cercanos. El comentario no era agresivo, pero bastaba para dejar una herida.
Anna sonrió. Ligeramente.
—Supongo que no todos tenemos el talento de esconder el vacío con brillo, Lord Mirthan.
La risa se congeló.
El joven noble no esperaba una respuesta tan afilada… ni tan serena. Pero se recompuso rápido.
—Quizá lo haya olvidado, Mi Lady, pero esta celebración es por su hermana Selene. No querrá eclipsarla, ¿verdad?
Desde el estrado, Selene no dijo nada. Sostenía una copa entre los dedos, su expresión serena. Pero su mirada no se apartaba del intercambio.
El hermano mayor, junto a ella, frunció levemente el ceño. Él tampoco confiaba en Anna.
Anna bajó la mirada por un instante.
Y luego habló, sin levantar la voz.
—No me interesa el sol —dijo—. Solo vine a recordar la forma en que me quemó.
Los murmullos crecieron.
Mirthan, arrinconado por sus propias palabras, decidió dar el golpe final.
—Entonces quizás prefiera retirarse, antes de que vuelva a arder.
Fue allí cuando una copa se volcó sobre su capa dorada. Vino tinto. Un accidente… o eso parecía.
—¡Oh! Mis disculpas, mi lord —dijo una criada agachándose rápidamente para limpiar la mancha. Su voz era humilde, pero en sus ojos se encendía un fuego peligroso.
Era Eliana.
La copa derramada aún goteaba desde la capa del joven Lord cuando este, visiblemente incómodo, se alejó entre murmullos. Sus acompañantes fingían no notar la mancha, pero la incomodidad era evidente. Lo que había intentado ser una humillación pública, terminó con él abandonando la escena manchada, literalmente.
Anna no se movió.
Solo entonces alzó la vista. Eliana, aún agachada, fingía secar con un pañuelo la prenda caída. Pero su mirada se alzó un segundo… y se cruzó con la de Anna.
Y ambas sonrieron.
No era una sonrisa grande ni evidente. Era pequeña, fugaz… pero cómplice. Cargada de entendimiento.
Como dos piezas de un juego secreto que solo ellas entendían.
Desde el estrado, Selene parpadeó. No porque Anna hubiera salido bien librada. Sino por la naturalidad con la que se había vinculado con una sirvienta.
Eso no era propio de la hermana que ella recordaba.
No de la Anna que despreciaba todo lo que considerara inferior.
Su hermano mayor también lo notó. Sus ojos se estrecharon. Observador como era, no dejaba pasar un detalle. Y eso… no encajaba en la Anna que ambos recordaban.
Por primera vez, ambos sintieron algo extraño:
una grieta en la imagen que tenían de ella.
Y una nueva posibilidad, incierta y peligrosa, empezó a tomar forma.
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