La celebración en honor a Selene, estaba en su punto más alto. Música, vino, cortesía en exceso. Pero todos sabían que había una sombra en el salón. Y esa sombra se llamaba Anna.
Aunque no era su día, las miradas caían sobre ella como cuchillas disimuladas. Su sola presencia había sido vista como una ofensa. ¿Cómo se atrevía a aparecer? ¿Cómo podía caminar entre ellos como si los pecados del pasado hubieran sido olvidados?
Selene, desde el centro, apenas la miraba. Estaba hermosa, como siempre. Perfecta en modales y postura. Pero sus ojos, distantes, lanzaban punzadas de resentimiento. Anna siempre lo arruinaba todo. Incluso hoy.
Damien observaba en silencio desde lo alto. No había hablado con Anna desde su llegada. Solo la contemplaba como se contempla algo que una vez se creyó conocer… y que ya no parece lo mismo.
Y en medio de ese clima de tensión contenida, las puertas del salón se abrieron de golpe.
El sonido del metal contra el mármol fue brutal.
Un caballero, de armadura vieja y gastada, entró sin anunciarse. Su rostro tenía cicatrices. Su mirada estaba rota, pero aún ardía. Caminó con decisión, ignorando la nobleza, el protocolo y la música que lentamente se detenía.
—¡ANNA D’VALRIENNE! —rugió, y el eco de su voz se quedó atrapado en las paredes doradas del salón—. ¡Por tu culpa enterré a seis hombres! ¡Compañeros de años, sacrificados por tus juegos de poder! ¡Exijo justicia aquí y ahora!
Los murmullos estallaron. Algunos retrocedieron. Otros sonrieron por dentro.
—Sir Gaerun… —susurró una baronesa— ese hombre era un héroe… antes de que ella lo arruinara.
Anna lo miró sin moverse. No retrocedió ni pidió protección. No había guardias a su alrededor. Ni escudos. Solo ella. Y el juicio público que ardía alrededor como fuego seco.
Eliana, oculta entre la servidumbre, dio un paso apresurado. El miedo la empujaba, pero también algo más profundo. Lealtad.
Antes de poder acercarse, una mano la detuvo. Firme, sin violencia.
—No —dijo Damien, sin quitar la vista de su hermana—. Si vienes con ella… es porque viste algo que yo no. Si es así, confía en ella. Deja que ella hable.
Anna caminó hacia Gaerun. No rápido. No desafiante. Sola. Los nobles abrieron paso, como si se acercara al patíbulo. Había frialdad en sus rostros. Algunos incluso sonreían. Otros susurraban “por fin”.
—¿No dirás nada? —bramó el caballero—. ¡¿No vas a negar tus crímenes, tus decisiones crueles, tus órdenes absurdas?! ¡Mujeres y hombres murieron por ti!
Anna lo miró. No había arrogancia en su rostro. Tampoco miedo. Solo una quietud abrumadora.
—No tengo palabras que devuelvan la vida, Sir Gaerun. —Su voz era suave, pero firme—. Solo una cosa puedo ofrecerte: la verdad de lo que soy ahora.
Gaerun gruñó, sus nudillos tensos sobre la lanza.
—¡Mentiras! ¡Tú no has cambiado! ¡Eres una máscara! ¡Un demonio disfrazado de doncella arrepentida!
—Quizás lo fui —admitió Anna, ante la conmoción general—. Quizás fui peor de lo que recuerdas. Pero eso no significa que ignoré el dolor que causé. Solo quiero… enfrentarlo. Con dignidad.
Un silencio denso se impuso. Todos esperaban que ella retrocediera. Que cayera de rodillas. Pero no lo hizo.
Entonces, Gaerun atacó.
Con la furia acumulada de años, lanzó su lanza con fuerza.
Y Anna no se movió.
El impacto fue contenido por el mismo caballero, que giró la asta en el último segundo. La punta rasgó el vestido, abrió carne en el costado, y la sangre comenzó a caer al mármol, oscura y lenta.
Los presentes se ahogaron en su respiración. Gaerun bajó el arma, confundido, herido por dentro también.
—¿Por qué no esquivaste? —preguntó, con la voz rota.
Anna, temblando por el dolor, se llevó una mano a la herida. Sus dedos quedaron manchados. Pero su mirada seguía serena.
—Porque tú… no eres como yo —dijo, con un dejo de melancolía—. Porque, aunque me odies, no viniste a matar, sino a ser escuchado. Y… porque si tú podías perdonarte por no salvarlos… yo debo aprender a cargar con lo que hice.
Gaerun cayó de rodillas. Su lanza resonó contra el suelo.
—No eres ella… —susurró mirándola a los ojos, mientras recuerda su expresión cuando comunico la caída de los suyos, esta, era de bondad no de malicia—. ¿Quién eres?
—Alguien obligada a cargar con mucha mirada—respondió Anna—. Pero estoy dispuesta a llevar cada mirada sobre mis hombros. Una a una.
Desde lo alto, Demian la miraba con los ojos entrecerrados. Algo en su interior se quebraba.
Selene desvió la vista. Y por primera vez en la noche, la fiesta ya no era suya.
El vestido se teñía de rojo en el costado izquierdo de Anna. La tela se adhería a su piel por la sangre, y aunque mantenía la postura erguida, su rostro ya comenzaba a palidecer.
Un nuevo silencio se extendió, pero esta vez, era distinto. No era tenso ni hostil… era expectante. Los nobles no sabían si debían celebrar, compadecer o fingir indiferencia.
Entonces Eliana se movió.
No pidió permiso. No vaciló. No fue la sirvienta silenciosa que solía ser. Fue una ráfaga de movimiento, un viento cálido entre la fría multitud. Corrió entre nobles atónitos, se arrodilló ante Anna sin importarle que la sangre manchara su ropa y tomó su rostro entre las manos.
—¡Anna! —dijo con urgencia, con los ojos humedecidos.
Anna, aún con ese rostro tranquilo que no encajaba con su herida, apenas alzó la mirada.
—Estoy bien —musitó, casi como un suspiro.
—¡No lo estás! —replicó Eliana, ya buscando en su bolso de tela los ungüentos que llevaba por costumbre—. No me mientas cuando la sangre cae como si lloviera.
La gente comenzó a murmurar de nuevo. Algunos nobles se escandalizaron.
—¿Una sirvienta… tocándola así?
—¿La está atendiendo… como una amiga?
—Esto no tiene precedentes.
Demian seguía observando desde arriba, sin intervenir. Apretaba los puños. No de rabia, sino de un conflicto que no sabía cómo contener. Aquella escena derrumbaba todo lo que creía.