El vestido ensangrentado yacía a un lado, hecho jirones. Anna se sentaba en una butaca, con el costado vendado, el rostro pálido, pero con la frente en alto. Eliana, arrodillada frente a ella, aplicaba ungüentos con manos temblorosas, sin decir palabra.
El fuego chispeaba en la chimenea. La habitación estaba sellada. Solo ellos: Anna, Eliana, Damien y Selene.
—¿Estás satisfecha? —la voz de Selene fue hielo puro—. Te robaste la noche. Como siempre.
—No vine a robar nada —respondió Anna, sin apartar la mirada del fuego—. Solo vine a escuchar… y responder.
Damien se mantenía de pie, apoyado contra la pared, los brazos cruzados. Su expresión era inescrutable.
—Te atravesaron con una lanza por eso —intervino con calma sombría—. Y aun así, seguiste hablando como si… como si debieras algo.
—Porque lo debo —susurró Anna—. No solo a Gaerun. A todos.
Eliana levantó la vista brevemente, luego bajó la mirada. Sabía que esa conversación era más vieja que ella.
Selene bufó, dando la vuelta a la habitación.
—¿De verdad crees que puedes compensarlo todo con un par de frases bien dichas y una herida en el costado?
—No. Pero prefiero sangrar por mis palabras que esconderme tras ellas.
Selene se detuvo.
—Siempre tan dramática…
—Y tú tan perfecta —replicó Anna, sin dureza, solo agotamiento—. Pero incluso tú no dijiste nada cuando el mundo se vino abajo. Yo lo hice. Con errores, sí… pero lo hice.
Damien por fin se acercó, deteniéndose frente a su hermana herida.
—Vi tu mirada cuando te hirieron —dijo en voz baja—. No gritaste. No intentaste defenderte. ¿Esperabas morir?
Anna lo miró por un largo segundo.
—Esperaba que él… necesitara hacerlo. Que mi sangre calmara su dolor, aunque fuera un poco.
Eliana tragó saliva, apretando la venda con más fuerza de la necesaria.
—Eso no está bien —murmuró, al borde del llanto—. No deberías pensar así…
Anna bajó la mano y le tomó los dedos con suavidad.
—Tú me enseñaste que cuidar también duele, Eliana. Yo solo estoy… aprendiendo a hacerlo bien.
Un silencio pesado cayó. Damien desvió la mirada. Selene cerró los ojos con fuerza, frustrada. No era fácil odiar a alguien que estaba rompiéndose por dentro.
Finalmente, Selene habló. Ya no con hielo, sino con agotamiento.
—No sé quién eres ahora, Anna. Pero cada día me cuesta más odiarte.
Anna sonrió apenas, una curva leve en labios resecos.
—Eso… ya es suficiente por hoy.
El fuego seguía ardiendo. El vendaje estaba puesto. Pero las heridas más profundas seguían latiendo, invisibles.