La gran sala de deliberaciones había quedado en penumbras. Las cortinas cerradas dejaban entrar apenas unos hilos de luz del atardecer. El murmullo del exterior quedaba amortiguado por los muros gruesos de piedra.
Solo quedaban tres: Anna, Selene y Daemian.
Anna se mantenía de pie, recta, aún frente al mapa. Sus dedos estaban apoyados en el borde de la mesa, firmes, sin temblores. El cabello, antes cuidadosamente trenzado con cintas, caía suelto y despeinado por la carrera y la tensión. Sus botas estaban manchadas de tierra y harina.
Daemian rompió el silencio primero. Su tono era seco, como quien quiere imponerse pero siente que ya no tiene control.
—Hablas como si el consejo ya no fuera suficiente para ti.
Anna no respondió. Levantó la vista lentamente. Sus ojos, antes tan suaves, tenían ahora un filo que él no recordaba haber visto jamás.
Selene se cruzó de brazos, apoyada contra una columna, las sombras recortando su silueta elegante. Sus labios apenas se movieron.
—Habla. Ya no eres la niña caprichosa que se escabullía del protocolo para ir a montar. Entonces dime, Anna… ¿qué estás ocultando?
Anna se enderezó y rodeó la mesa. Su paso era tranquilo, pero cada movimiento tenía peso. Se detuvo frente a ellos. Su voz salió baja, tensa, como el crujido de un arco a punto de disparar.
—Lo que ocurrió con la harina… no fue un error.
Ambos se tensaron.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Daemian, con el ceño fruncido.
Anna alzó su muñeca. Bajo la manga se veía una ligera quemadura, una mancha oscura en la piel.
—Esta toxina… he visto cómo actúa en los cuerpos. Cómo envenena el aire, la piel, el pan. Cómo mata a los niños sin hacer ruido. No es nueva. No es accidental.
Se giró de nuevo hacia el mapa, señalando las rutas con una vara de madera que alguien había dejado olvidada. Golpeó el papel, no con violencia, sino con una precisión inquietante.
—Las rutas fueron alteradas. Los controles omitidos. Hay registros manipulados. Y lo más importante: los sacos contaminados pasaron por propiedades de tres casas nobles que casualmente han estado expandiendo su poder en el sur.
Un escalofrío cruzó el rostro de Selene. Daemian se acercó un paso.
—¿Tienes nombres?
Anna negó.
—Solo sospechas. Por ahora.
Selene chasqueó la lengua.
—¿Y qué planeas hacer con eso? ¿Gritarlo en la plaza?
Anna los miró. Ahora sí, directamente. Sus pupilas reflejaban un fuego contenido, pero imparable.
—Quiero que ustedes dos investiguen. En silencio. Desde dentro. Tienen influencia. Contactos. Yo no puedo hacerlo… porque voy al distrito cero.
Daemian apretó los puños.
—No. Eso es una locura. Puedes operar desde el castillo. Desde aquí. Nadie te exige que vayas al corazón de la infección.
—Nadie me lo exige —repitió Anna—. Pero yo me lo exijo a mí misma.
Se acercó un paso a su hermano. El aire entre ambos se volvió denso.
—¿Quieres que me quede aquí sentada mientras niños escupen sangre? ¿Mientras familias enteras mueren en sus casas sin saber por qué? ¿Para qué tener poder si no puedo ponerlo donde más duele?
Selene avanzó, colocándose entre ambos.
—Anna… si haces esto, si te muestras… ellos lo sabrán. Te marcarán.
—Que lo hagan —dijo Anna—. Prefiero que me odien por actuar que que me ignoren por esconderme.
Daemian bajó la mirada. Se llevó una mano al rostro, respirando hondo. Luego levantó la vista. Ya no discutía. Ya no mandaba. Solo le quedaba rogar.
—Prométeme que volverás.
Anna se giró hacia la puerta. La luz dorada del pasillo dibujó su figura con una mezcla de determinación y peligro. Antes de marcharse, se detuvo.
—Volveré… cuando todo esto esté expuesto. No antes.
Y se fue.
La puerta se cerró tras ella. Daemian se dejó caer en la silla más cercana. Selene no dijo nada, solo permaneció de pie, inmóvil, observando la puerta como si fuera a volver a abrirse.
—Ya no es una niña, ¿verdad? —murmuró Daemian, más para sí mismo que para su hermana.
—No —susurró Selene—. Ahora es algo mucho más peligroso. Y mucho más necesario