El cielo estaba cubierto de nubes pesadas.
Ni un solo rayo de sol tocaba el suelo cuando Anna subió a la plataforma improvisada hecha con cajas de provisiones y lonas viejas. Frente a ella, más de un centenar de personas se reunían: sanadores, soldados, aprendices, herbolarios, alquimistas, cocineros de campaña… todos con miedo en los ojos, todos esperando respuestas.
Y ella no les daría consuelo. No hoy.
Anna respiró hondo, el viento agitando su capa gris, su cabello suelto y revuelto por la humedad. En su rostro no había maquillaje, ni joyas. Solo una mirada de acero.
Entonces habló. Firme. Sin elevar la voz, pero con una intensidad que rompía el aire.
—No voy a mentirles.
El murmullo se apagó de inmediato.
—No estoy aquí para darles esperanza, ni discursos floridos. No voy a prometer que saldremos todos vivos. Y si eso los decepciona, pueden marcharse ahora. No serán juzgados. No serán recordados como cobardes. Solo como personas que supieron su límite… y eso también requiere valor.
Pausa.
—Pero si se quedan… si deciden permanecer… quiero que lo hagan con miedo.
Algunos se miraron, confundidos. Anna continuó, con los ojos clavados en los presentes como cuchillas afiladas.
—Sí. Con miedo. Porque el miedo mantiene vivos a los que luchan. Porque la arrogancia mata, pero el temor consciente despierta la cautela, la atención, la urgencia de actuar bien. De no fallar.
—Si se quedan, háganlo sabiendo que estamos enfrentando una toxina que mata en silencio, que avanza mientras reímos, que se oculta en la harina del pan que damos a nuestros hijos. Esto no es una plaga común. Esto es una condena escondida en lo cotidiano.
Dio un paso hacia el borde del estrado. Su voz se hizo más grave, más intensa.
—Y no esperen que los nobles vengan a salvarnos. No lo harán. No esperen himnos, ni recompensas, ni aplausos. Esto es una guerra. Y estamos solos.
Otra pausa. Su mirada pasó de rostro en rostro. Veía temor, sí. Pero también una chispa.
—Pero no estamos solos del todo.
Silencio expectante.
—Estamos aquí por los que ya cayeron. Por los que no saben aún que están en peligro. Por los que no tienen voz para pedir ayuda. Por los que hoy aún respiran y no saben que mañana podrían morir.
Su puño se cerró.
—Así que si se quedan… quédense temblando si hace falta. Quédense con las rodillas flojas, con las manos sudando, con los dientes apretados. Pero quédense.
Alzó la voz. Por primera vez, la dejó rugir.
—¡Porque si vamos a luchar contra esto, lo haremos con miedo, sí… pero también con coraje! Porque el verdadero valor no es no temer… sino avanzar aun temiendo!
¡Y juro, por lo que me queda de nombre, que no permitiré que ninguno caiga sin haber peleado hasta el final!
El viento sopló más fuerte, como si el mundo mismo hubiera escuchado.
Y nadie se movió.
Ninguna mano se alzó para marcharse.
Algunos tragaron saliva. Otros cerraron los ojos. Uno a uno, los presentes asintieron. No a la reina caída. No a la noble redimida. Sino a la mujer que hablaba como uno de ellos.
Anna bajó del estrado. Garoum la esperaba, recto, con la lanza apoyada contra su pecho. Eliana y Daeron ya daban órdenes. Y detrás de ellos, cien corazones latían con fuerza renovada.
Porque esa noche, el miedo no los haría huir. Los haría permanecer.