El Velo De La Rosa

Capítulo 28: Los que arden primero

El cielo estaba encapotado. Un olor agrio, mezcla de medicina, sudor y muerte, se aferraba a cada rincón del campamento. Frente a un claro despejado, los cuerpos yacían alineados. No más que una veintena, pero suficientes para helar el alma.

Anna estaba de pie al frente. Su cabello estaba recogido con desorden, mechones sueltos caían sobre su frente, cubiertos por un leve polvo blanco. Su bata médica manchada, sus ojos… inquebrantables.

A su alrededor, un semicírculo de sanadores, soldados y ayudantes miraban en silencio. Lien, de pie entre ellos, tragaba saliva. A pesar de su juventud, no apartaba la mirada de los cuerpos.

Una mujer mayor dio un paso al frente, voz quebrada por el temor y el dolor.

—Por favor… mi hija… que descanse bajo tierra como dicta nuestra fe. Quemarla es… es como borrarla…

Murmullos se alzaron. Otros asintieron, indecisos, atrapados entre la tradición y la desesperación.

Anna no vaciló. Caminó hacia la mujer. Sus pasos eran firmes, el suelo bajo sus botas crujía como si incluso el campamento respirara tensión.

—No estás equivocada al querer honrarla —dijo, suavemente—. Pero no se trata solo de ella. Se trata de los que aún respiran.

Se volvió hacia todos. Su voz se alzó, nítida y afilada.

—Esta enfermedad no es lenta ya. Se acelera. Los cuerpos son focos activos. Si los enterramos, la infección se filtrará al agua, a la tierra. Si los dejamos sin tratar, atraerán más muerte.

Un guardia alzó la voz:

—¿Y si usamos sellos? ¿Aislamos los ataúdes?

—¿Sellos hechos a las apuradas por manos temblorosas? ¿Con errores? ¿Con brechas que podrían convertir tumbas en fuentes de contagio?

Silencio. Solo el viento respondió, levantando una hoja ennegrecida.

—No quiero hacer esto. Pero lo haré. Y si no lo hago yo, entonces díganme… ¿quién se atreverá a cargar con las muertes que vendrán?

Nadie respondió.

Anna dio un paso más al frente. Miró a Lien.

—¿Tú también dudas?

Él sacudió la cabeza, los puños apretados.

—No. Solo… me duele.

—A todos nos duele —dijo ella—. Pero el dolor no es excusa para el error. Es el recordatorio de que debemos actuar con más fuerza.

Volvió a la fila de cuerpos. Tomó la antorcha encendida que Daeron le extendía. Miró al campamento entero.

—No quiero su aprobación. Quiero su compromiso. Porque esto no lo hago como noble. Lo hago como alguien que vio caer a niños en sus brazos y no quiere ver caer a más.

Y con un movimiento seco, dejó caer la antorcha.

El fuego crepitó. Las llamas danzaron con violencia. Algunos apartaron la mirada. Otros cayeron de rodillas.

Pero nadie se fue.

Lien se quedó de pie, viendo todo. No dijo nada. Pero cuando Anna caminó de vuelta, él fue el primero en colocar otra pira junto a la suya.

—Yo ayudaré —dijo, sin temblar.

Anna solo asintió. Y por primera vez desde que comenzó la epidemia, supo que no estaba sola en la carga.




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