Una semana. Siete días de muerte, fuego y desvelo.
El campamento se había convertido en un mar de carpas blancas manchadas de sangre seca, con cenizas suspendidas en el aire como una neblina constante. El hedor de los cuerpos, aun quemados con cuidado, persistía como un susurro que se colaba en los pulmones. Los gritos de los enfermos ya no se escuchaban tanto, no porque mejoraran, sino porque los que aún gritaban eran menos.
Anna apenas dormía. Su ropa ya no tenía el blanco original. Su rostro, afilado por el cansancio, mostraba ojeras violáceas, pero su voz aún se sostenía con firmeza. Hoy había perdido a tres más. Uno de ellos, una niña de no más de seis años, murió sujetando su mano.
No lloró. No podía. Pero sus nudillos seguían marcados por la fuerza con la que apretó la sábana manchada mientras la pequeña exhalaba su último aliento.
—Gracias… —había dicho la niña, antes de irse.
Solo eso.
Esa noche, mientras las antorchas titilaban entre los pasillos improvisados del campamento, Anna se detuvo al ver a Lien.
Corría de un lado a otro. Ayudaba a los médicos a cargar bálsamos, daba indicaciones a los voluntarios, sostenía a los que caían por fiebre o debilidad. Su juventud contrastaba con la muerte que lo rodeaba. Y sin embargo, no paraba.
Anna se le acercó en silencio. Sus pasos eran pesados, pero firmes.
—Lien —llamó con voz baja, algo ronca por la falta de descanso—. ¿Por qué sigues aquí?
El muchacho, de solo 18 años, la miró sorprendido. Se notaba agotado, pero sonrió con sinceridad. Esa sonrisa que duele más que cualquier lágrima.
—¿Por qué no lo haría? —respondió con simpleza—. Puedo hacerlo. Y eso basta.
Anna lo observó en silencio. Era joven. Podía haber huido. Podía haberse escondido. Y sin embargo… estaba aquí. Con todos.
—¿No tienes miedo?
—Sí. Mucho —admitió sin dudar—. Pero usted tampoco se va. Y los demás tampoco. Si yo puedo sostener una cubeta, preparar una infusión, sujetar a un paciente… entonces vale la pena quedarme. No soy un noble. No tengo un apellido importante. Pero si un día muero… quiero que sea por algo que valga.
Anna bajó la mirada. Por un momento, pareció que iba a decir algo. Pero se limitó a posar su mano sobre su hombro, apretándola con suavidad.
—Entonces quédate, Lien… pero si algún día no puedes más, prométeme que también sabrás detenerte.
Él asintió.
—Solo cuando no pueda moverme, Lady Anna.
Ella no corrigió el título. Por primera vez, sonaba justo.
Y mientras se alejaba, su sombra proyectada por las antorchas la seguía. Pero esta vez, la antigua Anna no habló. Ni burlas. Ni susurros. Solo silencio.
Quizás… incluso ella estaba empezando a entender.