El sol caía lento sobre el campamento. Las tiendas ondeaban con suavidad en el viento cálido de la tarde, pero el aire olía a hierbas, sangre… y miedo. Y en medio de todo, corría Lien.
—¡Lien! —gritó una sanadora desde la tienda cuatro—. ¡Necesitamos más paños secos!
—¡Voy! —respondió él sin detenerse, cruzando de largo al almacén, luego al pozo, y de ahí al área de heridos con manos llenas de vendas y frascos.
No tenía descanso. No se lo permitía.
Había quien decía en broma que tenía mil brazos. Otros, que era un torbellino con rostro de niño. Pero lo que nadie negaba era que Lien era imprescindible.
Desde que llegó, ayudó con logística, cargamentos, enfermos, incluso cavó zanjas para las aguas sucias y cocinó cuando los cocineros colapsaron. Dormía poco, comía de pie y nunca perdía la sonrisa.
Eliana lo encontró removiendo carbón con los brazos llenos de hollín.
—Deberías descansar un poco —le dijo.
—Ya habrá tiempo para eso cuando todo esto termine —respondió él, riendo. Su risa era clara. Casi ofensiva en medio de tanta tragedia.
Garoum lo observaba desde lejos, en silencio, cada día más convencido de que ese chico tenía el espíritu de un soldado sin haber empuñado una lanza jamás.
Daeron le ofreció una copa de té una noche. Solo dijo:
—Cuando seas más viejo, serás general.
Lien se rió, rascándose la nuca.
—No sé si viviré tanto, pero gracias.
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Una noche, Anna lo encontró solo, sentado al lado de un herido ya inconsciente, cambiándole una venda manchada.
—Lien. —Ella se acercó en silencio—. Has hecho más de lo que cualquiera esperaba. ¿Por qué lo haces?
El joven bajó la mirada. No respondió de inmediato.
—Porque puedo. Porque estoy vivo. —Sus ojos temblaron apenas—. Vi morir a mi madre por una fiebre… no pude ayudarla. Aquí… al menos… hago algo.
Anna lo miró. Ese fuego. Ese vacío. Ese reflejo.
—Tú no eres un soldado —dijo—. Pero tienes el valor de uno. Más incluso que muchos con armadura.
Lien no dijo nada. Solo sonrió. Una sonrisa sincera, luminosa. La de alguien que no buscaba gloria… solo dar todo de sí mientras pudiera.
Y esa noche, por primera vez en días, Anna le pidió que descansara. Él aceptó. Solo un rato.
Pero al día siguiente… ya estaba en pie antes del amanecer.