El Velo De La Rosa

Capítulo 33: Cargarlo fue lo mínimo

El campamento estaba en silencio, salvo por el murmullo lejano de los pocos que aún trabajaban y el viento suave que movía las lonas desgastadas. Anna se encontraba de pie frente a Lien, su cuerpo joven yacía inmóvil sobre el frío suelo de tierra, la palidez de su rostro contrastaba con la vitalidad que alguna vez lo había definido.

No había lágrimas. No en ese momento. Su pecho se apretaba con fuerza, un dolor profundo y sordo que le atenazaba el corazón, pero se negaba a dejar que la tristeza la consumiera. No todavía. No aquí.

Sus manos, cubiertas de polvo y pequeñas heridas, sangraban un poco, las uñas habían arañado la piel del joven cuando con desesperación intentó encontrar algún signo de vida, algún aliento que le devolviera esperanza. Pero no había nada. Sólo el silencio mortal.

Garoum se acercó con pasos firmes, su rostro serio y cargado de respeto.

—Anna, déjame llevarlo —propuso con voz grave, consciente del peso tanto físico como emocional.

Ella negó, sin apartar la mirada del cuerpo que tanto le había enseñado a seguir luchando.

—Lo llevaré yo —respondió, firme, pero con un susurro apenas audible.

Con delicadeza, se arrodilló junto a Lien. Apoyó las manos bajo sus hombros, notando la rigidez de su cuerpo, la frialdad que poco a poco iba conquistando su piel. Levantarlo fue un acto de voluntad más que de fuerza física; el peso era mucho, pero el peso real era otro: el de la responsabilidad, de la pérdida, de la impotencia.

Cada músculo de sus brazos y espalda protestó, cada paso que dio cargándolo fue un eco en su mente, un latido que le recordaba que estaba llevando no solo un cuerpo, sino un símbolo de esperanza que ahora se desvanecía.

Sus botas levantaron polvo con cada movimiento, su respiración era lenta pero profunda, tratando de controlar el nudo que le subía por la garganta.

En su memoria revivió las imágenes de Lien: corriendo entre enfermos, sonriendo aún en el agotamiento, negando el dolor con un “esto no es nada” que ahora sonaba a un eco trágico.

Los ojos de Anna estaban secos, pero ardían con una mezcla de rabia y tristeza contenida. No podía permitirse quebrarse, no ahora.

Los otros los observaron en silencio, respetando el rito no dicho de la despedida. No hubo palabras, solo el sonido sordo de sus pasos, el roce del cuerpo cargado y el viento que parecía susurrar una promesa silenciosa: seguir luchando, por él, por todos.

Finalmente, Anna llegó al lugar designado para la incineración. Colocó con cuidado a Lien sobre la pira preparada, sus dedos rozaron por última vez la fría piel.

Se apartó, respirando hondo, sintiendo cómo el peso físico y emocional empezaba a dejar su cuerpo. Pero en su interior, una llama nueva se encendía: la determinación de no dejar que su sacrificio fuera en vano.

—Descansa —murmuró, con voz firme pero quebrada—. No dejaré que esta batalla sea tu última.

Y mientras las llamas empezaban a consumir el cuerpo, Anna supo que ese dolor sería la fuerza que la impulsaría a seguir adelante, a luchar hasta el último aliento.




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