El último cuerpo había ardido.
El humo se alzaba aún, lento, espeso, como si el cielo no pudiera digerir tanto dolor.
Anna no se movió al principio. Sus ojos, quietos, seguían el ascenso de las cenizas como si buscaran algo en ellas. Como si aún no creyera que Lien… se había ido.
Nadie se atrevió a hablarle. Ni una palabra.
Cuando dejó el lugar de la pira, solo murmuró una frase breve, casi sin voz:
—Déjenme sola.
Sus botas crujieron sobre la tierra seca mientras se alejaba. Cruzó el campamento como un fantasma, sin ver a nadie, sin responder miradas. Solo avanzaba. Paso a paso.
La espalda recta, las manos aún ennegrecidas por la ceniza. El corazón en ruinas.
No fue lejos, pero fue suficiente.
Donde no había tiendas, ni fogatas, ni ojos…
Allí cayó.
Primero, de rodillas.
Luego, con todo el peso de su cuerpo. Como si algo la hubiera golpeado de pronto, una fuerza invisible que la dobló sobre sí misma.
Y entonces…
El primer sollozo no fue un sonido. Fue un espasmo seco, un tirón del alma.
Le siguió otro. Y otro. Hasta que la muralla cedió.
La líder.
La alquimista.
La noble.
La hija del reino.
Nada de eso quedó.
Solo una joven temblando sola entre las sombras, el rostro pegado al suelo, los dedos enterrados en la tierra como si pudieran sujetarla y no dejarla romperse más.
—Lien… —susurró, ahogada, una y otra vez—. Lo siento… lo siento…
Sus manos se cerraron en puños y golpearon la tierra con furia.
Una vez.
Dos.
Tres.
Cada golpe arrancaba más sangre de sus nudillos.
Pero no dolía más que el hueco en su pecho.
Ese hueco que Lien había dejado al irse.
Lo vio todo de nuevo en su mente:
La risa de Lien mientras ayudaba a cargar sacos.
Sus pasos veloces por entre los enfermos, dando agua, aliento, esperanza.
Su sonrisa obstinada cuando le dijo: “Esto no es nada, Anna”.
Y ahora… era solo un montón de cenizas.
Anna apretó la frente contra el suelo, su cabello desordenado cubriéndole el rostro.
Su cuerpo temblaba, su respiración era un lamento desgarrado.
Desde la distancia, Eliana observaba en silencio, con las manos temblando.
Garoum se mantuvo firme, pero sus ojos se entrecerraron como si algo le doliera.
Daeron tragó saliva, las venas de su cuello marcadas por la tensión contenida.
—Déjala… —murmuró Garoum, aunque nadie había dicho nada—. Ese dolor es suyo.
Porque entendían.
Anna llevaba sobre los hombros más que liderazgo.
Llevaba muertos.
Culpas.
Promesas rotas.
Y en ese rincón apartado, por fin… se quebró.
Pero incluso rota, Anna no parecía vencida.
Porque en cada lágrima, en cada grito mudo, en cada golpe contra la tierra… se forjaba algo nuevo.
Una promesa.
Una furia.
Un fuego que ni la pérdida podría apagar.
Y cuando se levantara…
No sería la misma.
Pero sería más peligrosa que nunca.
El laboratorio improvisado olía a sangre seca, tinturas amargas y desesperación. Viales, braseros encendidos y montones de apuntes cubrían las mesas, donde alquimistas, herbolarios y sanadores trabajaban día y noche, las ojeras colgándoles como pesas bajo los ojos.
El calor era sofocante, el sudor pegajoso. Pero nadie se detenía. No después de ver lo que la enfermedad podía hacer. No después de ver los cuerpos.
En una esquina, una joven alquimista llamada Freina temblaba mientras sostenía un matraz que burbujeaba con un líquido de tono plateado. A su lado, el maestro alquimista Iros apretaba los dientes mientras comparaba los resultados con los antiguos manuscritos recuperados de los archivos del norte.
—Freina… —susurró—. Esa reacción… es la misma. Coincide.
Ella lo miró, incrédula.
—¿De verdad?
Él asintió, sin sonrisa. No por falta de alegría, sino porque no se atrevía aún a creerlo.
—Necesito confirmarlo. Prueba en la muestra número doce. Inyecta una sola gota.
Ella obedeció. Manos temblorosas. Sudor cayendo en su cuello. Un momento… luego otro… y finalmente:
—¡La propagación se detuvo! ¡Las células infectadas están… muriendo!
El grito fue contenido, pero desgarrador. Un alquimista al fondo dejó caer lo que tenía en las manos. Otros se levantaron con brusquedad.
Iros no dijo nada. Cayó de rodillas. No por fe… sino por agotamiento.
—Llamen a Garoum… a Eliana… a Daeron… ¡Y alguien encuentre a Anna!
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Mientras tanto, Anna seguía sola, de rodillas, aun temblando frente a la ceniza que el viento intentaba arrastrar. Su rostro bañado en lágrimas, pero el corazón vacío. Ella no escuchó los pasos, no aún.
Fue Daeron el primero en acercarse.
—Anna… tienes que venir —dijo con voz baja.
Ella no respondió. Él se arrodilló frente a ella, tomándola por los hombros.
—No para ti. No por ti. Sino por todos los que… todavía están vivos.
Ella lo miró. Ojos enrojecidos, pero vivos. Daeron tragó saliva.
—La cura. Anna… la tenemos.
El viento se detuvo.
Eliana se acercó detrás de ellos, asintiendo con lágrimas en los ojos.
—No salvará a todos… no traerá de vuelta a Lien… pero podemos detenerlo. Hoy.
Garoum miró al cielo, con una exhalación larga como una plegaria. Por fin, algo que podían hacer más allá de enterrar.
Anna se levantó. No con fuerza. No con coraje. Se levantó como alguien que no podía permitirse quedarse en el suelo.
—Prepárense —dijo ella, con la voz aún rota—. No hemos terminado.
Y por primera vez, la esperanza ya no parecía una ilusión.
Era real.
Era una cura.
Era la llama que no se apagó.
Salón del consejo ese mismo día.
En la sala del consejo, las ventanas aún estaban cubiertas por cortinas pesadas. A pesar del sol exterior, el ambiente era tenso, casi asfixiante. Varios nobles de linajes antiguos, que semanas atrás habían desaparecido de la capital, ahora regresaban vestidos de luto fingido, pretendiendo preocupación tardía.