El Velo De La Rosa

Capítulo 35: La última llama

Tres semanas. Veintiún días de lucha incesante, noches sin sueño, muertes silenciosas, cuerpos ardiendo uno tras otro. Tres semanas de ver la esperanza y el dolor como dos rostros inseparables de una misma moneda.

Pero hoy, por primera vez… no había lágrimas nuevas.

Durante tres días, no se había reportado una sola muerte. La enfermedad no había desaparecido, pero ya no era un verdugo. Ahora era solo una herida que lentamente comenzaba a cerrarse.

Y esa noche, cuando el sol se ocultaba por completo, se levantó un pequeño altar en el corazón del campamento. Un círculo de piedra rodeado de velas. Una por cada alma que había caído. Más de un centenar. Cada llama temblorosa contaba una historia. Un rostro. Un nombre.

Anna se encontraba al frente del monumento, erguida como si la gravedad la desafiara. Su cabello estaba desordenado, su rostro pálido, los labios resecos. Pero sus ojos, aunque hundidos, aún ardían con un fuego que se negaba a extinguirse. En sus manos, temblorosas y vendadas, sostenía un papel doblado.

Detrás de ella, Garoum, imponente y de rostro endurecido, contenía la emoción. Eliana sostenía entre sus dedos un amuleto de protección ya gastado por el uso. Daeron tenía las manos cruzadas a la espalda, pero una lágrima resbalaba por su mejilla sin que hiciera intento de ocultarla. Damien y Selene, de pie juntos como pocas veces antes, se mantenían serios, dolidos… pero orgullosos.

Más atrás aún, todo el campamento se había reunido.

Médicos y alquimistas con las manos aún manchadas de ingredientes.

Soldados con vendas en los brazos.

Herbolarios que no habían dormido más de dos horas seguidas.

Nobles menores con el barro de la carretera todavía en sus botas.

Todos de pie. En silencio.

Esperaban palabras.

Una despedida. Un cierre.

Anna miró el papel, como si las letras quisieran escaparse de él. Lo abrió lentamente, con los dedos cubiertos por vendas manchadas de rojo. Su boca se entreabrió… pero no salió sonido.

Sus labios temblaron.

Miró las velas.

Miró a su gente.

Y bajó la cabeza.

Con un solo movimiento, sin decir una palabra, se inclinó.

Una reverencia lenta, profunda, tan cargada de significado que desgarró el alma de quienes la vieron.

Una disculpa muda, dirigida a todos aquellos que ya no estaban.

A los que había fallado, a los que no pudo salvar.

A los niños, a los ancianos, a los ayudantes voluntarios como Lien.

El silencio fue absoluto.

Entonces Garoum, detrás de ella, también se inclinó. Y luego Eliana. Daeron. Damien. Selene.

Y como una ola silenciosa, cada uno de los presentes se inclinó también.

Todos a una.

Un homenaje sin palabras. Una plegaria sin voz. Un adiós hecho de cuerpos doblados por la pena, y cabezas bajas por respeto.

Y cuando Anna volvió a erguirse, algo en ella se quebró.

Dio un paso atrás. Otro más.

El papel cayó de sus manos. No lo necesitaba. Nunca lo había necesitado.

Su mirada vagó sobre las velas. Sus ojos vidriosos. El temblor de su mentón…

Y entonces, colapsó.

Su cuerpo cayó como si el alma le hubiera cedido por completo.

Primero de rodillas. Luego, hacia un costado, inconsciente.

Garoum fue el primero en correr, atrapándola antes de que tocara el suelo. Eliana ya tenía una tela húmeda en la mano. Daeron gritó su nombre. Selene palideció de golpe.

La multitud contuvo el aliento.

Anna… había resistido tanto, había sostenido tanto… que cuando la guerra se detuvo, ya no le quedaban fuerzas ni para respirar.

Había llevado el peso de un reino.

Y ahora, su cuerpo exigía descanso con brutal sinceridad.

Garoum la levantó en brazos, como si cargara un tesoro frágil.

Sus brazos colgaban, inertes.

Pero su expresión, aún en el desmayo, era serena.

Todos la vieron partir hacia su tienda médica…

Y mientras el silencio se mantenía… una a una, las velas comenzaron a apagarse con el viento nocturno.

No por olvido.

Sino porque la despedida…

ya se había dado.




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