El Velo De La Rosa

Capítulo 36: Un grito desde lo alto

Ding…

Ding…

Ding…

Las campanas del castillo sonaban.

Una. Dos. Tres veces.

Luego cuatro. Cinco. Seis.

Un repique largo, solemne y claro que se elevó por encima de los tejados, cruzó las calles empedradas y se coló por cada ventana y rincón de la ciudad.

La campana del castillo solo sonaba por dos razones:

Una muerte…

O un despertar.

Esta vez, fue la vida.

Una panadera dejó caer la masa sobre la mesa de harina.

Un alquimista joven soltó su frasco en el aire, dejándolo estrellarse al suelo.

Un niño pequeño, sujetando la mano de su madre, preguntó con voz temblorosa:

—¿Es… ella?

Y la respuesta llegó desde la plaza, donde el anciano mercader de días atrás, aquel que fue el primero en abrir su puesto, levantó ambos brazos con lágrimas cayendo entre sus arrugas.

—¡LA REINA HA DESPERTADO!

Como un rugido ancestral, la ciudad estalló.

Las puertas de las casas se abrieron, los mercados se llenaron de aplausos y gritos de júbilo, y los soldados en los muros se abrazaron con fuerza. Los médicos se detuvieron un segundo en su trabajo. Los nobles menores, aquellos que no huyeron, se arrodillaron con respeto y alivio.

Muchos lloraban.

Otros reían.

Algunos solo cayeron de rodillas mirando hacia el castillo.

Garoum, parado al borde del balcón real, no pudo evitarlo. Su pecho se agitó, sus ojos se nublaron, y su voz, profunda, resonó por encima de todos.

—¡La Reina ha vuelto! ¡Nuestra luz no se ha apagado!

Dentro del castillo, Eliana sostenía aún la mano de Anna. La reina aún estaba débil, pero al ver a sus seres queridos llorando y sonriendo al mismo tiempo, solo susurró:

—… ¿están todos bien?

Damien río, incapaz de contener la emoción.

—No, tonta… estamos mejor que nunca.

Selene se tapó los labios, al borde del llanto.

Anna intentó sonreír, apenas un gesto, pero sus ojos hablaban.

Y abajo, en la ciudad, las campanas no dejaban de sonar.

Porque cuando un sol vuelve a alzarse…

Nadie quiere que se ponga.

-Habitación de Anna en el castillo.

El silencio en la cámara se rompía solo con el crujir del fuego en la chimenea. La luz anaranjada bailaba sobre las paredes del salón donde Anna, con una manta sobre los hombros, observaba la ciudad desde el ventanal. Llevaba días recuperándose, y aunque su cuerpo se veía frágil, su mirada era más firme que nunca.

Eliana estaba a su lado, vigilándola con el cariño silente de quien ha visto demasiado. Anna se recostó levemente sobre su hombro.

—Eliana… —susurró con la voz aún un poco débil—. Quiero ir a casa. Sin celebraciones.

Eliana no respondió de inmediato. Solo la miró, atónita.

—¿A casa?

—Sí —cerró los ojos un instante—. No quiero discursos, ni desfiles. No quiero ser la llama que usen para encender su ego.

Unos pasos resonaron tras ellas. Damien y Selene acababan de entrar.

—¿Qué fue eso, Anna? —preguntó Damien, con un dejo de incredulidad.

—Dije que quiero ir a casa —repitió ella, con el mismo tono calmo.

Selene frunció el ceño, cruzando los brazos con suavidad.

—¿No entiendes lo que representas? Salvaste a la ciudad. Al reino. A miles. Eres una heroína.

Anna bajó la mirada. Tomó aire.

—¿Y cuántos murieron antes de que encontráramos la cura? ¿Cuántas manos solté demasiado tarde? ¿Cuántos cayeron mientras otros nobles se escondían tras sus muros, esperando que yo sangrara por todos?

Los tres quedaron en silencio.

—No quiero que usen mi nombre para limpiar sus pecados. No quiero ser estandarte de nadie. Ya di todo lo que tenía… solo quiero irme.

Damien se acercó, dolido.

—Te mereces todo. Una estatua, un canto, el mundo si lo pides.

—No me interesa ser mármol para que los cobardes se froten el pecho y digan “yo estuve ahí”. No estuvieron.

Sus palabras cayeron como plomo.

---

Consejo de Nobles

El salón de piedra donde se reunía el Consejo era una obra maestra de mármol, columnas antiguas y falsedad bien vestida. Rostros conocidos: condes, marqueses, vizcondes. Algunos no habían sido vistos en semanas. Otros, ni siquiera durante toda la peste.

El Duque Aldran golpeó la mesa con fuerza.

—¡Es el momento! Anna debe ser proclamada como símbolo de unidad. Con su rostro, su nombre, restauraremos la imagen de la nobleza ante el pueblo.

—Será nuestra reina blanca —añadió otro con una sonrisa calculada—. La figura que sane las heridas. Podemos declarar una festividad anual en su honor. Y claro… si ella no desea participar, bastará con su historia.

—Hipócritas —dijo Damien desde el fondo, caminando entre ellos.

Los rostros se tensaron.

—¿Qué has dicho?

—Ustedes huyeron. Se encerraron. Algunos incluso quisieron cerrar sus fronteras para evitar que los enfermos llegaran a sus feudos. ¿Y ahora vienen a pedir su nombre como bandera?

—Esto es por el reino, muchacho. Hay que reconstruir. La gente necesita esperanza.

—La gente ya la tiene —respondió Selene, entrando detrás de su hermano—. Solo que no se las debe a ustedes.

—El nombre de Anna no será de ustedes. Ni para levantar su prestigio, ni para esconder sus vergüenzas.

Uno de los condes murmuró con una sonrisa cínica:

—¿Y qué dice ella? ¿Qué dirá su reina?

Damien se acercó despacio, deteniéndose justo frente a él.

—Dice que se va a casa. Que no quiere ser reina. Que no quiere tronos ni trajes de ceremonia. Y yo… estoy con ella.

Selene se volvió hacia todos.

—Si alguno de ustedes intenta usar su nombre sin permiso… no tendrán que preocuparse del pueblo. Tendrán que preocuparse de mí.

---

La Despedida Silenciosa

Esa misma noche, mientras la ciudad aún preparaba tambores, fuegos y discursos… Anna se fue.

Una capa gris sobre los hombros. El pelo recogido. Sin joyas, sin escoltas, solo Garoum, Eliana y Daeron acompañándola hasta una puerta trasera del castillo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.