Un mes había pasado desde que la ciudad había sido salvada, desde que Anna D’Valrienne cargó sobre sus hombros la pandemia y enfrentó la crisis más dura de su vida. La mansión D’Valrienne, que antaño había sido su prisión y símbolo de su crueldad, ahora lucía transformada, reflejo del cambio que había ocurrido no solo en ella, sino en todo lo que la rodeaba.
Al cruzar los grandes portones de hierro forjado, se notaba de inmediato la diferencia: las antorchas encendidas ya no proyectaban sombras severas sobre los muros, sino una luz cálida que acariciaba los jardines cuidadosamente renovados. Los senderos de piedra, antes polvorientos y fríos, ahora estaban limpios, adornados con macetas de flores que Anna había traído desde la ciudad de sus hermanos, un pequeño recordatorio de esperanza y renacimiento.
Los sirvientes caminaban con una liviandad que antes parecía imposible. Sus rostros, siempre tensos y formales, ahora mostraban sonrisas genuinas. Los jardineros, liderados por Garlan, parecían caminar con orgullo entre los setos y árboles recién podados, sus manos ya no temblaban ante la autoridad que antes infundía miedo, sino que trabajaban con alegría y respeto mutuo. Incluso Lady Altheria, con su porte elegante y solemne, caminaba entre los corredores ajustando detalles, comentando con Eliana sobre cómo reorganizar los salones para la comodidad de todos.
En el ala norte de la mansión, Anna se encontraba en su cuarto. El espacio había cambiado: los muebles, ya no ostentosos sino prácticos y acogedores, reflejaban la nueva filosofía de su dueña. Un escritorio de madera clara estaba lleno de notas, pergaminos y mapas de la ciudad de sus hermanos, herramientas que ella había traído para mantener contacto con Daemian y Selene y ayudar en la gestión de su ciudad sin estar físicamente presente.
Anna se recostó en la ventana, observando cómo los rayos del sol atravesaban los vitrales y dibujaban luces sobre la alfombra tejida a mano, un regalo de la señora Altheria. En silencio, su mente repasaba cada evento del último mes: los días de pandemia, los cuerpos quemados para evitar la propagación, el miedo de los ciudadanos, la tensión de sus hermanos protegiéndola desde la distancia, y, sobre todo, la carga de responsabilidad que había tomado sobre sus hombros.
Eliana entró suavemente, con pasos que no interrumpieran el silencio de la habitación.
—Anna —dijo con voz baja—, no tienes que pensar en todo al mismo tiempo. Mira lo que lograste. La ciudad está salva, y esta mansión… —hizo un gesto amplio, abarcando el cuarto y parte del corredor— —todo refleja lo que eres ahora.
Anna sonrió apenas, sin quitar la vista de la ventana.
—Lo sé, Eliana. Pero… cada vez que pienso en lo que pasó, en los que no sobrevivieron, en cómo cada decisión pesó sobre mis hombros… —suspiró, apoyando la frente contra el cristal—. No puedo evitar sentir que aun hay deuda que pagar.
Garoum apareció en el umbral, su silueta firme pero relajada, como siempre, vigilante sin necesidad de imponerse.
—Señora —dijo con voz profunda—. Los jardines están listos, los sirvientes descansan, y nadie ha causado problemas desde hace semanas. Puedes permitirte… al menos hoy, un momento de descanso.
Anna giró la cabeza y lo miró.
—Gracias, Garoum. Lo aprecio. Pero el descanso… —hizo una pausa—. Creo que todavía me pertenece, pero también sé que no puedo rendirme del todo.
Lady Altheria se acercó luego, con una bandeja de té caliente.
—Cada paso que das hacia adelante nos enseña a todos, Anna. Esta mansión, estos pasillos… reflejan tu cambio, y no es solo fachada. Es un hogar porque tú lo haces así.
Desde la esquina del salón, Garlan observaba con los ojos húmedos. Recordaba al niño que había perdido bajo la sombra de la antigua Anna, y ahora veía a esta joven convertida en alguien capaz de llevar luz a todo lo que tocaba.
—Nunca pensé… —murmuró para sí mismo—. Nunca pensé que vería algo así.
Eliana se sentó junto a Anna, mientras Lady Altheria colocaba la bandeja sobre la mesa.
—Daeron envió noticias de su finca —comentó Eliana—. Prometió volver pronto para ver cómo estabas y revisar lo que trajiste de la ciudad.
Anna asintió, inclinando ligeramente la cabeza.
—Sé que volverá. Todos ellos lo harán. Pero por ahora… —sus labios se curvaron en una sonrisa suave, casi vulnerable—. Por ahora, solo yo y este hogar.
En silencio, observó los jardines, escuchó las risas lejanas de los sirvientes, el movimiento armonioso de quienes la rodeaban, y por primera vez en mucho tiempo, permitió que un sentimiento de paz se instalara en su pecho.
—Esto… esto puede ser el comienzo —susurró—. No de una heroína, ni de la condesa cruel… sino de alguien que realmente quiere hacer bien.
Y así, mientras el sol se ocultaba sobre los muros de la mansión D’Valrienne, Anna cerró los ojos por un instante, rodeada de quienes confiaban en ella, segura de que este hogar no sería una prisión jamás más.