El Velo De La Rosa

Capítulo 42 — Ecos en los pasillos de mármol

El amanecer bañaba los torreones de la Academia Real del Imperio con un resplandor dorado.

La brisa transportaba el murmullo de los estudiantes, los cascos de los carruajes, los ecos de conversaciones aún adormecidas.

Pero entre todas esas voces, una dominaba la atmósfera: el nombre D’Valrienne.

Anna caminaba junto a Eliana, mientras Garoum los seguía a unos pasos de distancia.

No hacía falta mirar alrededor para saber que los observaban; los susurros eran tan visibles como las miradas que se clavaban en ellos.

—¿De verdad volvió?

—No es un rumor, la vi con mis propios ojos.

—¿La misma que obligó a los aprendices de pociones a limpiar el establo con las manos?

—Sí… pero dicen que ahora es diferente.

—Ja, los lobos no cambian de piel. Solo la limpian.

Los pasillos parecían más largos que nunca. Las columnas, testigos silenciosos del pasado, devolvían el eco de esas voces.

Anna no respondía; solo mantenía el paso firme, respirando despacio, consciente de cada palabra que la seguía como una sombra.

Eliana, a su lado, apretó los puños.

—Si dijera algo… —murmuró—, si tan solo vieran lo que hiciste, todo lo que pasamos…

Anna negó con un leve gesto.

—No tienen que creerme, Eliana. Solo tienen que ver lo que haré de ahora en adelante.

Garoum gruñó desde atrás, su tono grave como una advertencia.

—Si alguno de ellos se atreve a faltarte el respeto, no me contendré.

Anna sonrió levemente sin girarse.

—No, Garoum. Déjalos. Ya no somos los que luchamos con espadas, sino con actos.

—A veces una espada corta más rápido que la paciencia —replicó él, cruzando los brazos.

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En el salón principal, los estudiantes se reunían antes de comenzar las clases.

El sonido de las plumas, el roce de los uniformes, y el leve zumbido mágico del cristal que flotaba en el techo creaban una atmósfera solemne.

Pero esa solemnidad se rompió al instante en que Anna D’Valrienne cruzó la puerta.

Todos se quedaron en silencio.

El aire cambió.

Eliana lo notó: no era miedo, sino tensión, el tipo de silencio que se impone cuando entra alguien con una historia que nadie ha podido olvidar.

Al fondo, un grupo de nobles murmuraba.

—¿Has visto cómo viene vestida? Ni joyas, ni seda.

—Debe de estar fingiendo humildad para ganar simpatía.

—Mi padre dice que fue readmitida por pura política. El emperador no soporta el escándalo.

—Aun así… —otro bajó la voz—, mi tío estuvo en la ciudad del sur. Dijo que si no fuera por ella, la mitad habría muerto.

—Bah. Los rumores se exageran.

Más al fondo, un grupo de alumnos de rangos bajos —antiguos blancos de la crueldad de Anna— se agrupaban, sin saber cómo reaccionar.

Uno de ellos, Eiden Valnor, que antaño había sido el objeto de sus burlas, habló con voz baja:

—No la reconozco.

—¿Quién podría? —respondió Lyss, una estudiante de alquimia que había temblado ante ella años atrás—. Antes su mirada helaba la sangre. Ahora… parece cansada.

—No cansada —corrigió Eiden, observándola con atención—. Parece… en paz.

Esa palabra se esparció como un rumor diferente, uno que no sonaba a desprecio.

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La clase comenzó, dirigida por el profesor Halden, un mago veterano de mirada firme.

—Silencio —ordenó—. Daremos inicio a la práctica de canalización.

Su voz retumbó entre los muros, pero al pasar junto a Anna, bajó apenas el tono.

—Me alegra verla nuevamente entre nosotros, señorita D’Valrienne.

—Gracias, profesor —respondió ella con un respeto que pocos esperaban escuchar de sus labios.

Ese simple intercambio descolocó a varios.

La antigua Anna habría exigido, corregido, incluso humillado a quien le hablase sin halagos.

Pero esta… se limitó a asentir, tomar su lugar y atender en silencio.

A lo largo de la clase, los demás robaban miradas: algunos por curiosidad, otros por precaución, otros por una pizca de admiración que no querían admitir.

El aura de autoridad que alguna vez usó para aplastar a los demás seguía ahí, pero ahora se sentía contenida, disciplinada.

Su poder no buscaba imponerse; simplemente existía.

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Al finalizar la lección, cuando los alumnos recogían sus materiales, un murmullo más amable surgió entre los pasillos.

Algunos intentaban justificar su cambio, otros simplemente no sabían cómo reaccionar.

—Quizás el exilio le sirvió de lección —dijo un joven noble.

Todos no entendían nada, si creer lo que los rumores decían, o creer que es solo otra actuación para que después Anna volviese a ser la de antes.

Hasta que una voz femenina, tímida pero clara, rompió el aire enrarecido.

—Disculpe, señorita D’Valrienne. —Todos giraron hacia una joven de cabello castaño claro y ojos verdes, sentada unas filas más atrás.

—Soy Marisse de Lothen, hija del barón Lothen. Mi padre me habló… de lo que hizo en el sur.

Un silencio absoluto cayó sobre la sala.

Marisse continuó, su voz temblando apenas:

—Él me dijo que sin usted, muchos de los nuestros habrían muerto. Que no importó su rango ni su apellido… que trabajó junto a todos por igual.

—Solo quería… darle las gracias.

Anna la miró, sorprendida.

No recordaba a su padre, pero recordaba los convoyes de ayuda que llegaron del norte durante la pandemia.

Uno de ellos, seguramente, había venido de la casa Lothen.

—Gracias, señorita Lothen —respondió Anna con suavidad—.

Pero no me agradezca a mí sola. Muchos hicieron más que yo. Yo solo… hice lo que debía.

Marisse sonrió, inclinando la cabeza.

A su alrededor, los demás alumnos parecían confundidos. Algunos fruncían el ceño; otros evitaban mirar.

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Fuera del aula, mientras caminaban hacia los jardines, Eliana habló:

—¿No te molesta que todos murmuren así?

—No —respondió Anna, mirando el cielo de tonos lavanda—.




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