El Velo De La Rosa

Capítulo 46: Lo que Fui y lo que Soy

El edificio de Artes Arcanas se alzaba como una torre de mármol blanco atravesada por runas violeta que latían con cada respiración del maná. Los pasillos parecían más fríos que el resto de la academia, como si la magia misma drenara el calor de los muros.

Anna caminaba por ellos con pasos lentos.

Cada alumno que pasaba la miraba de reojo. Algunos con temor. Otros con fascinación.

Y entre esos murmullos, uno se repetía:

—Dicen que la ex–Varelia volvió a las clases avanzadas…

—¿No tenía prohibido acceder?

—¿Por qué la dejaron volver…?

Ella fingió no oírlos. Pero su pecho ardía.

Garoum no podía acompañarla.

Eliana estaba en otra clase.

Y por primera vez en mucho tiempo… Anna estaba sola. Verdaderamente sola.

Cuando empujó la puerta del salón, varias cabezas se giraron al mismo tiempo. El aula era amplia, con círculos mágicos trazados en el suelo y estanterías llenas de grimorios encadenados. Al fondo, el profesor Caldevir —un antiguo archimago de barba plateada— arrugó el ceño al verla entrar.

—Varelia —dijo sin calor, usando aquel nombre que ya no le pertenecía—. Tome asiento. Hoy evaluaremos control y precisión.

“Anna”, pensó ella.

Pero tragó la corrección.

Se ubicó al fondo del salón. Los alumnos la evitaban como si su sombra aún quemara.

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La práctica

—Conjuro básico de compresión arcana —explicó Caldevir—. Tomen el cristal rojo. Concéntrense en canalizar la energía en un solo punto, sin fugas.

Los estudiantes comenzaron a murmurar los principios del hechizo.

Anna tomó el cristal. Era tibio, liviano. Familiar… demasiado familiar.

Se tensó.

No pasa nada… es un hechizo simple… no es como liberar toda mi magia… puedo hacerlo…

Pero cuando cerró los ojos para concentrarse, lo escuchó.

Un susurro.

Denso.

Cercano.

Demasiado real.

—No finjas que no me oyes… Anna.

Su corazón dio un vuelco helado.

—No… no ahora… —murmuró sin mover los labios.

—¿Ahora?

La voz rió despacio, como seda rasgándose.

—¿Por qué no? Este salón… esta magia… estos niños llorones… todo te pertenece. Es tu reino. Tu dominio. Tu trono.

Anna apretó los dientes.

No eres real. No eres real.

—Oh, soy real. Cada chispa que intentes invocar… cada filamento de poder… es mío. No tuyo. Porque esta magia no es del alma del chico que ocupaste. Es mía.

El cristal comenzó a vibrar en su mano.

Anna tembló.

La clase seguía sin notar nada. Los demás concentrados en sus propios ejercicios.

—Vamos, Anna.

La voz se volvió más íntima, casi cariñosa, y eso la hizo sentir nauseas.

—Usa un poquito más de poder. Solo un poco. Déjame ver si aún sabes cómo se siente…

—C… cállate… —susurró ella.

—¿Qué dijo, señorita Varelia? —preguntó el profesor sin levantar la mirada.

—N-nada.

El sudor helado le corría por la nuca.

La magia comenzó a concentrarse en la punta de sus dedos. Un ligero brillo rojo emanó del cristal… luego un parpadeo oscuro, púrpura, como si otro poder respondiera al llamado.

El mismo color que usaba la Sombra.

—Eso es… así lo hacías antes… ¿lo recuerdas? Cuando los demás se arrodillaban…

Anna sintió el mundo estrecharse. Su respiración se volvió errática.

—Basta… basta… por favor… —dijo, audible esta vez.

Varias miradas se volvieron hacia ella.

—¡Varelia, concéntrese! —ordenó Caldevir.

Pero no podía.

El brillo del cristal se intensificó de manera irregular. Un temblor recorrió el círculo mágico. Los papeles cercanos se levantaron por una ráfaga de viento arcano.

—Déjalo salir…

La voz sonaba como si estuviera pegada a su oído, como si la Sombra respirara sobre su cuello.

—Cada hechizo que uses me da forma. Cada vez que recurres a este poder, me recuerdas. Me alimentas. Me haces más nítida.

—¡No! —estalló Anna.

El hechizo colapsó.

Una explosión sorda de maná estalló en su palma, lanzándola hacia atrás. Cayó al piso, el cristal rodando lejos. Los alumnos se levantaron sobresaltados.

El círculo mágico quedó resquebrajado.

El aire olía a ozono.

Y Anna estaba en el suelo… jadeando, pálida, temblorosa.

Caldevir se acercó con el ceño fruncido.

—¿Qué demonios fue eso, Varelia?

Ella no podía responder. Sus dedos aún temblaban.

La Sombra habló una vez más, con un tono suave… casi compasivo, lo cual era peor.

—Ves, Anna…? Sin mí… no puedes usar magia. Yo soy tu poder. Yo soy tu nombre. Y mientras uses mis dones… seguiré aquí. Justo detrás de ti.

Y entonces desapareció.

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Los murmullos crecieron.

—¿Estalló su hechizo?

—¿Está fuera de control…?

—Dioses… ¿la antigua Varelia está volviendo?

—Esto no es normal…

Anna apretó los dientes. No derramó lágrimas, aunque sus ojos ardían.

Se puso de pie lentamente. Aún temblaba.

—Estoy… bien —dijo con la voz rota.

Pero todos podían ver que era mentira.

Incluso el profesor retrocedió medio paso, apenas perceptible. Suficiente para clavarse como una aguja en su pecho.

Anna se dio la vuelta y salió del aula sin pedir permiso.

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Al cerrar la puerta, apoyó la espalda en la pared del pasillo. Respiró hondo, tratando de no quebrarse.

No puedo seguir así…

No puedo usar magia sin que ella…

Siempre está ahí… acechando…

Si sigo alimentándola… un día será más fuerte que yo.

Se llevó una mano al rostro.

—…tengo miedo —susurró, por primera vez desde que llegó a ese mundo.

Y allí, en un pasillo vacío, Anna sintió que su peor enemiga no era un demonio, un noble o un hechizo maldito.

Era la persona que fue.

La Sombra detrás de cada fragmento de magia.

La Sombra que nunca la dejaría en paz mientras siguiera usando un poder que no le pertenecía.

El aula se vació lentamente después de la práctica fallida.




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