Siento los brazos acalambrados, la espalda me arde. La transpiración me cae por la espalda, mi respiración se encuentra agitada. A pesar del dolor que siento, evito emitir algún sonido de queja. Días enteros he pasado encadenada en esta olorosa celda, con constantes torturas y es por ello que me niego a darme por vencida. Si pude aguantar tanto, podré hacerlo un poco más.
Los guardias me observan con el ceño fruncido con la frente perlada de sudor. No se me pasa desapercibido el pequeño temblor de sus manos, incluso, podría jurar que en sus miradas destella el temor. Inevitablemente sonrío, a la que torturan es a mi pero ellos son los que están sufriendo, los que se encuentran desesperados.
—¿Qué pasa, muchachos? —murmuro mientras dirijo la mirada hacia ellos— , ¿se rinden tan fácil?
—Callate, asquerosa —dice el encargado de torturarme, adoptando una postura rígida—. No hables a menos de que sea para cumplir las órdenes del rey.
El rey. Como si yo le debiera algo, como si representara algo para mi.
Me mantengo en silencio y eso es suficiente para retomar los golpes. Aprieto los labios, callando mis quejidos.
Cuando Melkor nació supe que traería problemas, que no sería un buen rey. Para ese entonces había visto demasiadas cosas, demasiados reinados oscuros; podía identificarlos con una sola mirada. Y no me equivocaba. Todo lo que lo rodea es una farsa, los que piensan como él se encuentran en la cima, con las mejores comodidades y los que no, son los marginados de la sociedad. Aquellos que pueden estar muriendo y que nadie socorrerá.
Irónicamente, esas personas son las mejores que habitan en este reino.
Hace ya muchos años, las amartistas los ayudamos proporcionándoles comida y ropa abrigada en invierno. Somos cuidadosas, ya que si la guardia o algún personaje cercano al rey nos descubriera seríamos torturadas. Probablemente hasta la muerte si Melkor decide que no le somos útiles.
La puerta de los calabozos se abre abruptamente y se cierra con un fuerte estruendo. De entre las sombras surje Melkor, un elegante hombre de ojos negros y rasgos marcados que tienen la capacidad de atemorizar hasta al alma mas pura.
—La paciencia se me acaba, amartista —proclama.
Amartista. Lo dice con desdén, como si me debiera avergonzar por ello. Pero no, llevo orgullosamente el nombre, incluso cuando ser una podía llevarte a la muerte.
—Paciencia…Me sorprende que sepa lo que es —digo en tono burlón, ignorando su amenazadora mirada.
Sacude la cabeza. Cambia de lugar con uno de los guardias y comienza a golpear mi espalda, nuevamente, con un látigo de hierro y cuarzo.
Melkor se esmera en su trabajo y cada golpe es propinado con mayor fuerza.
—Suelten las cadenas —detiene los golpes y comienza a arrastrarme fuera de los calabozos.
Subo las escaleras de manera torpe, intentando seguirle el paso pero tropiezo y él tira de las cadenas que apresan mis manos.
Las paredes del castillo están decoradas con elegantes adornos y preciosos cuadros de la familia real, generaciones enteras de reyes y reinas. Algunos mejores que otros pero al fin y al cabo, todos hicieron cosas cuestionables. Ninguno se fue limpio de este mundo, sus almas se fueron pudriendo con el paso del tiempo.
Llegamos a un pasillo lleno de habitaciones e ingresamos a una que se encuentra al final de este. Las paredes son de color crema decoradas con pequeñas motas verdes. Una amplia cama se encuentra en el centro de la habitación, en ella se encuentra una delgada mujer de tez pálida y a su lado hay un pequeño bebe que juega con su largo cabello cobrizo.
—¡Camina de una vez! —grita el rey, sobresaltando a la mujer y provocando que el niño comience a llorar.
—Melkor…¿que has hecho? —dice al verme ingresar tras él.
La voz de la reina es débil y mira a su esposo con expresión compungida mientras acuna al pequeño entre sus brazos.
—Va a curarte.
Jala las cadenas, arrastrándome hacia el borde de la cama. El niño deja de llorar al verme y hace pequeños ruiditos de bebé mientras alza sus manos hacia mi.
—Alejate de él, asquerosa —me propina un empujón que logra tirarme al suelo. Tomo una profunda respiración, intentando calmar la furia que he acumulado a lo largo de los días.
—¡Detente, Melkor! —grita Ekaterina— No, no así. Dijiste que se lo pedirías, no que la torturarías —le recrimina observando mis muñecas enrojecidas. Es incapaz de ver mi espalda ya que la posición en la que se encuentra se lo impide.
Cuando se anunció el compromiso de Melkor y Ekaterina, me asombró. En todo este tiempo jamás he podido comprender cómo una mujer como ella se casó con una bestia como él.
—Yo no necesito pedir nada, mujer…Soy el rey y se hace lo que yo diga.
Sus palabras colman mi paciencia.
—No eres mi rey…No te obedezco y jamás voy a hacerlo…
Intenta jalar nuevamente las cadenas pero soy más veloz que él y logro liberarme. Sonrío al ver su expresión preocupada. Si es valiente cuando el otro no puede defenderse, eso no es considerado valentía en verdad.