1 de mayo de 1984.
Madre de las letras, riega sobre tus hijos—aquellos, simples mortales—la sabiduría que les fue negada. Haz tu voluntad. Concédeles el permiso para navegar en la tinta inmortal de tu pluma, deja que cada alma aterrice con elegancia y frescura sobre tu viejo, y arrugado papel por él paso del tiempo. Que las fuerzas cósmicas del universo traigan de vuelta a los poetas y eruditos perdidos, que salven a los que se ahogan en la decadencia del nuevo ser, libéralos de la vulgaridad o dejar que esta los consuma de una vez por todas. Presenciar la destrucción del arte, de su profundidad espiritual, mental y física resulta doloroso. Temo que en un par de años los artistas serán dados por idiotas.
Trazó una furiosa línea desigual por encima de sus palabras. Se encontraba herido. Ha estado sufriendo la fatalidad de las fatalidades: No tiene inspiración. Suena ridículo para quién no comprende la importancia de tener un poco guardada y, sin embargo, no andar con ella encima vuelve un martirio lento y amargo la vida. Es, sin dudas trágico para un alma pintoresca y frustrada como la suya, sin ese dedal de luz, avivando cada idea no puede ser capaz de absorber todos los nutrientes del conocimiento al que diariamente se somete, por ende, su pintura y lienzos se percuden, los diarios que tanto mezquina se plagan de palabras insensatas y sin propósitos más que llenar vacíos que no son reales. Hasta su magia lo desprecia.
Nunca considero dedicarse a otra cosa, para Ángel la literatura es un órgano vital, que se extiende y prende de su consciencia como un pasadizo de claridad y lo hace ser como es, lo mueve de un lado al otro sin trasladarle físicamente. Es el corazón de su razón, las células que mantienen todo firme y en orden su vida. Literatura. Música sin sonido, bailes infinitos, de máscaras con desconocidos que te elevan por los cielos y sostienen hasta tocar tierra firme. Luego, la música deja de entonar y finalizan la danza entre aplausos llenos de eufonía... eso es el ideal de vida para él, soltar su ambición, la necesidad de control y apreciar la vida.
«Sin embargo lo he perdido todo.»
Lo único que conoció fue la soledad, rodeado de tantos lujos, pero con tan poco en el corazón. Se ha considerado así mismo un vacío sinfín, un cuerpo cansado con un alma que camina sin rumbo por las calles de Sueña Oscura, que nunca piso. No existe algún otro anhelo o motivo que lo desplace hacia tal lugar añorado, es triste, todos sus sueños se limitaron a lo que hace en el presente puesto que la sólida compañía de los libros era lo único que poseía en aquella casa en la que aún permanece encerrado; y como diría su tía Nélida: «para preservar tú pureza y dejarla libre del pecado». No dejaban que pintase el cielo que nunca vio, sus deditos morían por sumergirse en aquellos acrílicos coloridos que una vez descubrió escondidos en un armario, no dejaban que hiciera deporte puesto que la fragilidad de su cuerpo lo impedía más pudieron haberlo dejado conocer sus propios límites, pero hasta en eso lo limitaron. Fue desconectado del mundo que rugía dentro suyo mucho antes de que supiera que existía uno allí dentro.
Y el arte que nunca pudo acercar a su mente fueron las matemáticas, con su hermana cruel la Geometría Sagrada, no las comprende y quizás nunca lo haga. Cada vez que posa su vista en aquellos códigos agrupados en ordenes desconocidos es capaz de llorar por rememorar los días de tutoría, en los que la profesora con una Vara de punta de hierro, le pegaba y gritaba por no comprender el idioma numérico:
»—Si vas a llorar hazlo en silencio —dijo la señorita Lucila, empuñando sus temores, con una sonrisa sádica adornando su semblante.
» Aunque experta era en tal idioma inútil era en el humanismo y en las ondas suaves del corazón.
»—Si sigue así pégale —dijo la abuela Berenice vagamente—, hazle sangrar si es necesario pero que aprenda. Si no es perfecto no nos sirve.
» Pero compartía muchos ideales cuestionables con sus cuidadores. Y, por consecuencia de tales horrores ha experimentado por más tiempo del debido las lágrimas, semejantes a diamantes diminutos y puntiagudos, que se deslizaban desde sus ojos hasta hacer un recorrido, dramático, por las mejillas hasta caer en el piso. Luego estaban esas baldosas perfectamente pulidas hacían un efecto espejo que le daban un panorama tortuoso de su apariencia. Era un suelo horrible, un gris pálido casi tirando a beige— daba la impresión de que hacía más triste la apariencia caribeña de la casa—podía contemplar los cuadros que colgaban por la pared tapizada, diversos que pasaban de la sonrisa sensual de Carlos Gardel a otros grandes como Roberto Goyeneche y la poeta Alfonsina Storni y lo más desagradable yacía reposando con solemnidad silenciosa sobre el piano de cola un retrato en blanco y negro de la dueña de la casa.
«¿Qué tanta vanidad podría albergar una cristiana?».
» El niño que alguna vez fue desgarraba su garganta cuando la vara encontraba su piel y el mundo seguía girando, él sufría. Gritaba. Sangraba, y, el mundo seguía girando, ajeno al inocente dolor de una criatura sin comprender la maldad que lo golpeaba.
—Prisionero en un hermoso castillo —Ante los susurros del pasado cerró el libro. La brisa provocó que un mechón rebelde de su cabello se zarandease—. A este ritmo mis días están contados.
Los intentos por hacerlo dócil sirvieron hasta cierto punto, porque hay veces que tiene ciertos arrebatos de epifanías que lo llevaron a un aislamiento aún más riguroso. Si logro aprender y sentirse menos solo y más útil fue gracias a Don Alejandro, un hombre cuya naturaleza es evitar a los estúpidos tanto como sea posible, aunque de esos habitan en abundancia en el mundo, sus modales solo le hacen decirle cascarrabias elogiando sus amplios conocimientos en todo aquello para lo que él era inútil, pero siempre llevó a sus manos cuadernos, pinceles y revistas botánicas a escondidas con los que aprendió a pintar sueños e imaginar que hacía esas actividades que no tenía permitido hacer, aprendió a ser una persona, o en su caso a imitar lo mejor que pudiera hasta creérselo.