El veneno en los huesos

Capitulo 2

Tras pensarlo más de la cuenta, Ángel se adentró en aquel cuarto. La oficina de la señora de la casa era espaciosa. El olor a sahumerio de mirra y palo santo imitaba una mano humeante revolviéndole el cerebro, dificultaba inhalar aire puro y su nariz sufría el escozor. Cuánto más se acercaba al escritorio lograba contemplar los estantes: repletos de libros, por dónde quiera que viera estaba el paraíso, lo estaba, desparramado por los sillones, el suelo y hasta encima de una maceta. Si bien insoportable resultaba la fragancia no podía dejar de elogiar la decoración, desde los imperfectos retratos pintados por su propia mano y la más insignificante de las estatuillas cuyas expresiones provocaban mucha tristeza. En lo más alto de la pared, reposaba un violín blanco, la luz que entraba por la ventana rebotaba en sus efes doradas y hacía que todo brillará, más cercano a la tapa una firma curvilínea y elegante con un mensaje del cual su significado no lograba distinguir. Reconocía al violín como un viejo amigo que, con el permiso del arco y manos prodigiosas sellaran destinos y abriera caminos, aunque no quisiese a la persona que lo manipulaba con tanta familiaridad no podía despreciar ese instrumento que tantos corazones conmovió. Allí dentro, las cenizas ancestrales de su bisabuela Gloria descansaban eternamente. Lo más probable este revolcándose en el infierno como ella tantas veces aclamo.

«Puedo cuestionar tu maternidad, pero no negar tu buen gusto en general». Cuánto más se hundía en esas cuatro paredes sus párpados latían con más fervor. Su cuerpo en general anticipaba un mal rato.

—Madre. —llamó, buscándola con la mirada. Dejo salir un suspiro de alivio al no encontrarla.

Convivir con ella más de una vez al día es una bendición inusual a la cual seguir aspirando.

Las cortinas del balcón cosquillearon su rostro a modo de invitación, qué sintiera de nuevo, con sus manos la textura y sus relieves perfectos, hechos del hilo más colorido y áspero para deleite de su propietario. Ángel se rio, sintiéndose tonto por creer que un trozo de tela bonito querría que el la tocará.

Su espíritu abrazaba aquel espacio, incluía recuerdos solitarios y secretos que nunca conocerán el aire. El rumor débil de las voces, roncas, de las vecinas no era más lejano que la decencia en sus vidas, conversaban, según sabe sobre ellas, madre, tías y abuela, su familia un tanto peculiar y no en el buen sentido de la palabra, algunas defendían el maltrato que recibía y otras sentían pena. Arrugó el rostro, hablar, chismorrear o ser una buena entrometida, esta última alcanzaban a definirlas. No debía oír conversaciones ajenas, pero dejan de serlo si lo incluyen. Tan mal no estaba.

Reparo en los papeles sobre el escritorio, estos estaban en otro idioma, cuando iba a ojearlos una tempestad sacudió las paredes de su hogar, abriendo la puerta de golpe.

Aquel musculo latente se sacudió preocupado, su calma cayo igual que los hombres escalando el Everest, en un frio paralizante, su sien perlada por el sudor y manos temblorosas encarnaban el terror, su mente cambio a la de un guerrero a punto de morir fusilado, volteó, listo para encontrarse con algo horroroso y apretó las manos encima de su pecho, contuvo el grito así no enfadar esa criatura. Está se desplazó por el lugar con facilidad, no había luz en su mirada, nada que mostrará cuán orgullosa estaba, no abrigaba su poca inocencia con un abrazo o una sonrisa. Ese monstruo era su madre.

—¡Comencemos que no tengo todo el día! —exclamó su madre.

Aparto los papeles de su vista y los resguardo en un cajón bajo llave.

—Toma asiento —señaló la silla delante suyo—, debemos hablar.

Ángel frunció el ceño e hizo caso, juntó las rodillas, intento que sus pies alcanzarán el suelo—mucho no se pudo hacer—, pero no le interesó. Presentía que era algo bueno para el y no para ella. Ernestina se sentó, con las manos entrelazadas encima de la mesa e indescifrable fue la mirada que le dio.

—Durante años te mantuviste en casa, solo nos conoces a nosotras...

—Y a Don Alejandro.

Su madre pareció odiar que la interrumpiera porque su sola mirada ahorcó con intensión feroz cada pensamiento que pudiese salvarlo de alguna humillación instantánea.

—El jardinero ese —dijo despreciativa—. Pero no has visto adolescentes, siquiera sabes las reglas básicas de convivencia, eso es decepcionante. Creí que serias más insistente con eso de socializar o buscar amigos.

Los ojos del chico parecían listos para un llanto y gritos que nunca llegaron, pues, Ernestina planeaba contentarlo, dándole lo que había dejado de decir en voz alta, pero que más pedía por dentro.

—Vas a ir a una escuela —ante la emoción repentina de Ángel siguió—: A cambio te pediré que no nos dejes en ridículo y le muestres la excelente educación que recibiste en casa.

El adolescente quiso saber a quién se refería. No daba más, una bola de energía rebotaba dentro suyo, ya se visualizaba así mismo, vistiendo el uniforme cual sea su color y caminando por esos pasillos aún desconocidos. No lo echaría a perder, si esa es su única forma de alejarse que así sea.

—¡Gracias! —se lanzó hacía su madre en un abrazo.

Ernestina tuvo el impulso de alejarlo y patearlo, odiaba tanto el contacto físico como el azúcar en el café, pero esa mirada; que vibraba en el violeta más abrazador e intenso proveniente de su hijo derritieron un poco del hielo que trababa su corazón de toda emoción.

—Fue suficiente —dijo en un murmuró alejándolo un poco—, ponte a estudiar.

Ángel obedeció sin borrar nunca la alegría de su rostro.

«Puede que no te intoxique, madre», se rio por lo bajó.

—Antes de que te vayas ten —De su cajón saco un estuche de tela morada con estrellitas grises que brillaban pausadamente. En su rostro yacía cierta duda que rara vez ve en ella. Es una extensión de la mía, úsala en casos de emergencia.




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