Me bajé del coche y contemplé la casa, estaba igual que como la recordaba, con las paredes blancas y los marcos de las ventanas ya desgastados por el tiempo. La enredadera del lado derecho había crecido hasta alcanzar la ventana del segundo piso, rodeándola por completo. Fui hasta el baúl y saqué mis valijas, desde allí pude ver el antiguo granero, ya muy maltratado por el tiempo. Había perdido el color rojo vivo que recordaba de mi niñez, allí había pasado gran parte de mis veranos. Me dirigí hacia la puerta, donde se encontraban mis dos abuelos sonrientes esperándome. La puerta continuaba teniendo el mismo color blanco y aquel simpático picaporte de cerdo, que había comprado junto con mi abuela cuando niña. Una de las pocas cosas que disfrutaba de ir a aquel lugar era poder compartir tiempo con mis abuelos, ambos eran dulces y simpáticos, y jamás se los veía tristes o de mal humor. Eran de esas personas que siempre están contagiándote buena energía y felicidad.
Solté mis valijas y los envolví a ambos en un largo abrazo.
—Ana querida, tanto tiempo, ¿Cómo te encuentras? — preguntó mi abuela.
—Muy bien, gracias. ¿Ustedes?
—De maravilla, ya sabes, cada día más arrugados. —contestó mi abuelo con simpatía.
—Tú serás el arrugado Oscar, yo sigo teniendo la piel de un bebé. — comentó mi abuela riendo.
Mi abuelo y yo nos unimos a ella.
—Pasa querida, ve a acomodar tus cosas.
Tomé ambas valijas y subí a mi cuarto usual. Sus paredes continuaban con ese tono rosa viejo y la alfombra color crema. Dejé las valijas en el armario para desarmarlas más tarde. Me encaminé hacia la cómoda, donde se encontraban el antiguo joyero de mi abuela y un espejo de Hadas, el cual había adquirido en una feria. Abrí el joyero y me puse el collar que tenía la M, me miré al espejo para ver como lucia. Era algo así como una tradición personal llevar ese collar durante mi estadía en aquel lugar, me gustaba ver la sonrisa de mi abuela cada vez que me lo veía puesto. Se lo había obsequiado mi abuelo cuando eran novios, mucho antes de que se casaran. Bajé a la sala de estar.
—Hay una sorpresa para ti en la cocina querida. — dijo mi abuela en cuanto aparecí.
—No debiste molestarte abu, gracias. — dije besándola en el cachete.
—Ve a buscarla.
Fui directo a la cocina, sobre la mesa blanca antigua se posaba un plato repleto de mis galletas caseras favoritas, mi abuela me las hacía cada vez que iba a visitarla. Tomé una bandeja, puse las galletas y una jarra de jugo de naranja exprimida. Agarré cuatro vasos de la alacena y llevé todo a la sala de estar, donde me esperaban mis abuelos y mi madre. Apoyé la bandeja en la mesa ratona y me senté en el sofá junto a mi madre.
—Están riquísimas abu, muchas gracias. — dije mordiendo una galleta.
—No hay de que querida. — hizo una pausa— Le decía a tu madre que el sábado vienen de visita tus tíos, Eduardo y Mariel, con sus hijos.
—Eso es genial. —contesté algo distraída.
— ¿Durante cuánto se quedan? —preguntó mi mamá.
—Se van dos días después que ustedes. —contestó mi abuelo.
— ¿Tú los recuerdas Ana?— mi abuela me miró— Facundo y Gabriel.
—No abuela, creo que no— contesté tratando de recordar.
—Era de esperarse, solo pasaron un verano juntos, y déjame decirte que fue el más atareado de mis veranos—soltó una carcajada— con una niña de 6, un niño de 7 y otro de 8 haciendo travesuras... —dejó la frase en el aire.
—Creo que ya los recuerdo— dije haciendo memoria.
No los recordaba físicamente, pero si recordaba aquel verano, lo habíamos pasado a lo grande. Había sido el mejor verano de mi infancia, había corrido, saltado, jugado, nadado, llorado, todo junto. Recordé una anécdota de aquel verano y no dudé en compartirla con ellos.
—Si no tengo mala memoria, un día los chicos dijeron que era una niña pequeña por temerle a las gallinas, y yo, para demostrarles lo contrario dije que iba a conseguir un huevo de gallina sin que nadie me viese. Recuerdo que terminé con la mano vendada durante más de una semana. Sin mencionar las cargadas que vinieron junto con eso por parte de los chicos.
Todos rieron.
—Me acuerdo. — dijo mi abuela aun riendo. —Corriste llorando hacia mí, te habían hecho unas lindas lastimaduras.
Luego de comer las galletas y charlar sobre la escuela con mis abuelos subí a acomodar mis bolsos. Guardé las remeras y pijamas en la cómoda, los pantalones y las camisas en el pequeño armario y la ropa interior en la mesita de al lado de la cama. Dejé mis libros en el pequeño estante que había sobre mi cama y el que estaba leyendo lo dejé sobre la mesita de luz.
Aquella noche comimos empanadas de carne y de jamón y queso que había preparado mi abuela. De Lunes a Jueves cocinaba ella, los Viernes cocinaba mi abuelo y los Sábados y Domingos mi madre y yo. En las ocasiones en que venía mi padre hacia asado junto con mi abuelo. Era ya un programa que seguíamos sin siquiera mencionarlo, cada uno sabía lo que debía hacer. Las meriendas solíamos hacerlas mi abuela y yo o mi abuela y mi madre, mi abuelo se dedicaba a exprimir naranjas para el jugo.
Charlamos sobre muchos temas distintos y jugamos una partida de truco, yo formaba equipo con mi abuelo y terminamos ganando 30-23. Éramos un buen equipo, en cualquier juego que jugáramos normalmente ganábamos.