El Verano En El Que Nos Perdimos

El Eco de Ocho Años

La lluvia era una cortina de desesperación gris y fría que envolvía la tan concurrida calle Queen. No era una lluvia romántica como las que veías en las películas, sino una tormenta brutal y torrencial, como si el cielo quisiera participar en mi catástrofe.

Eidan, mi Eidan, el hombre con el que había elegido los muebles, las vajillas y hasta el nombre de nuestro futuro perro imaginario, me miraba con una expresión que mezclaba ambición y una patética cobardía.

— París me ha ofrecido un lugar en la Galería Moreau —habló, como si recitara una línea ensayada—. Es mi oportunidad, Layla. Es mi sueño. No puedo arriesgarlo, Layla.

Sentí como si el aire se congelara en mis pulmones. El sueño. ¿Y que era yo? ¿Cuál era mi papel en esa ecuación?

— ¿Y yo, Eidan? ¿Qué hay de nosotros? ¿Qué somos nosotros? —lo mire con los ojos llorosos— ¿Un riesgo? —pregunte con la voz quebrándose mientras la lluvia seguía mojándome.

Él evito mi mirada, concentrado mirando la maleta ya lista a su lado, más importante que la mujer que estaba frente a él.

— Layla, por favor, no me pidas que elija —despego la mirada de su maleta para verme. No veía ni una pizca de tristeza o arrepentimiento, nada. No había nada— No te lo puedo pedir a ti. Te amo, pero…

— No termines esa frase —lo interrumpí, la primera lagrima cayo, pero era invisible por la lluvia—. Si me amaras, la vida que construimos sería el sueño, no ese, Eidan.

—No hagas esto más difícil, Layla. Es mi sueño y no puedo arriesgarlo.

Tomo su maleta y se dio la vuelta para tomar el primer taxi que pasara frente a él. Solo subió al taxi sin mirar atrás. El taxi se alejó, dejando un rastro de luces borrosas en el asfalto mojado, adentro iban Eidan, y con él, se marchaban ocho años de vida compartida. Yo solo estaba ahí, parada en la acera, con el vestido empapado que tanto había tardado en escoger en la tienda con Chloe para esta noche y con él maquillaje que tanto había tardado en hacerme ahora estaba hecho un asco. Me sentía vacía, no solo abandonada, sino desechada, como un mueble viejo que no encajaba con la estética de un nuevo departamento en una lujosa residencia. El frío glacial del asfalto no tardó en subir por mis piernas y empezar a calarme hasta los huesos. Ocho años se habían reducido a un sueño que se interponía entre un hombre y su ambición.

No recuerdo cuantas horas pasaron hasta que pude volver al edificio en donde se encontraba el pequeño apartamento que compartía con Eidan. Mis pasos se arrastraban y la suela de mis zapatos resonaba en el silencio roto del edificio. Al entrar al apartamento, el aire estaba cargado con el perfume de Eidan, que aún flotaba en el ambiente, pero el espacio ya se sentía inmenso y vacío. Ni siquiera me molesté en quitarme el vestido mojado o el maquillaje y me senté en el sofá en donde las lagrimas no tardaron en salir, me llevé las piernas al pecho y escondí mi cara entre ellas.

Las siguientes setenta y dos horas fueron una niebla de autocompasión y destrucción. Todo el día me la pasaba acurrucada en el sofá de la sala de estar, el único lugar donde no podía ver la ausencia de Eidan. El silencio era opresivo, y solo se rompía por el sonido del repartidor que dejaba las cajas de pizza en la puerta, la sala de estar estaba repleta de ellas. Estaba cansada, mi cuerpo dolía y las lagrimas no dejaban de salir, mi corazón se sentía vacío, roto, incluso otras veces ausente. Una noche intente llamarlo, pero nunca contesto, me había bloqueado de todos lados y nuevamente rompí a llorar. La última foto que vi fue él disfrutando del atardecer en París y yo estaba sentada en un sofá dentro de una habitación oscura, comiendo toneladas de pizza.

Fue una mañana después de casi dos semanas después de lo sucedido que el mundo exterior irrumpió en mi melancolía. Era Chloe, la única persona que tenía una llave de repuesto, entró en el apartamento para terminar tropezándose con una caja de pizza y empezar a gritar insultos sobre el desastre que había en el apartamento, pero cuando me encontró hecha un ovillo en el sofá, pálida, con el cabello revuelto y con rastros del maquillaje que no me había molestado en retirar; se quedó horrorizada, pero no dijo nada crítico y solo actuó.

— ¡Levántate, calzón de abuela mal lavado! —sentenció, jalando las cortinas con tal fuerza que la luz del mediodía me cegó—. Dos semanas son suficientes para que te crezca un hongo en la espalda.

— Chloe, por favor —hablé casi en un susurro—. Hablemos de esto después.

Chloe suspiro y se alejo de la ventana para agacharse y quedar a mi altura. Tomo mi cara entre sus manos y habló

— Escúchame, Ly. Él se fue a buscar arte, pero tu puedes convertirte en arte, porque ahora mismo eres una pieza de arte que necesita una restauración y que después de una restauración puede ser vendida por millones de dólares, incluso euros. Y yo personalmente me encargare de esa restauración.

— No puedo, Chloe —mi voz casi era un susurro—. Me duele.

— ¡Claro que duele! —me tomo de los hombros— y te duele tu diste todo lo que tenías y el solo lo tomo y se fue —Chloe tiró de mi mano, obligándome a ponerme de pie—. Pero el dolor no puede ser tu casa, así que ve a la ducha mientras yo me encargo de hacer un café tan fuerte que te va a revivir el alma.

— Sabes que no me gusta el café —proteste.

— Ya lo sé, pero es lo único que puede funcionar por el momento.




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