El Verano En El Que Nos Perdimos

Lluvia sobre París

Estaba de pie en la acera, las gotas de lluvia se estrellaban contra mi rostro. No era la típica lluvia romántica y ligera; era un aguacero furioso, un torrente que parecía querer borrarlo todo. Y lo estaba logrando. Frente a mi, la silueta de Eidan se disolvía en la cortina gris de la lluvia, un paraguas oscuro apenas visible mientras él se alejaba sin mirar atrás.

Ocho años. Habían sido ocho años de risas compartidas, de sueños juntos, de la promesa de un “para siempre” que ahora quedaba ahogado en el asfalto mojado. “Mi sueño en París no puede esperar, Layla” me dijo con su voz extrañamente distante, como si aquella decisión no valiera nada para mí. Sentía el frío calar hasta los huesos, no solo por el agua, sino por el vacío que de repente se había abierto en mi pecho.

Las luces de la ciudad, antes un hilo de esperanza, ahora se reflejaban en los charcos, distorsionadas y tristes. El sonido de la gente a mi alrededor pasando era un lamento. Cerré los ojos, el agua escurriéndose sobre mis mejillas se mezclaba con las lágrimas silenciosas que ya no me molestaba en detener. Logre liberar mi agenda para poder vernos, con la ilusión de volver a revivir esos momentos en los que éramos inseparables. Ahora estaba sola, bajo la lluvia, con el corazón hecho pedazos y con la sensación de no solo había perdido a Eidan, sino también una parte esencial de mi misma en aquel lugar.

No supe cuanto tiempo permanecí ahí, inmóvil, mientras el mundo seguía girando a mi alrededor, sin mí. Los coches pasaban, salpicando agua, indiferentes ante mi. Ocho años. Seguía repitiéndose en mi cabeza una y otra vez junto a las últimas palabras que me dijo antes de darse la vuelta y no mirar atrás. Aunque siempre había sido consciente de la ambición de Eidan sobre su deseo por dejar una marca inminente en él mundo del arte, nunca imaginaría que terminarían condenándome a un final donde era abandonada tras ocho años de relación bajo la lluvia; los recuerdos de el llamándome musa y agradeciéndome por siempre apoyarlo, no eran más que eso, recuerdos.

Con un temblor que no era solo por el frío, me obligue a moverme sino quería terminar enfermándome, aunque eso no me importaba. Cada paso era un esfuerzo, como si mis piernas estuvieran hechas de plomo. Las calles, que antes me habían parecido un escenario perfecto, ahora se sentían vacías y hostiles. El olor de la comida callejera se mezclaba con el hedor de la lluvia y la amargura de mi desesperación.

Llegué al pequeño apartamento que solíamos compartir, donde los recuerdos no tardaron en golpearme, cada rincón guardaba recuerdos de lo que fuimos. La chaqueta olvidada en el perchero, los pinceles desordenados sobre la mesa, el lienzo a medio pintar apoyado contra la pared de la sala estar. El silencio era ensordecedor, el eco de su ausencia gritaba en cada habitación. Me dejé caer sobre la cama, sin siquiera quitarme la ropa empapada y me permití que las lagrimas, que había intentado contener fluyeran libremente, llevándose consigo la última pizca de fuerza que me quedaba. El agotamiento, me venció, sumergiéndome en un sueño inquieto.

Los días siguientes después de la partida de Eidan me fundieron en una tristeza profunda, similar al cielo gris durante una tormenta. Me movía por el apartamento como un fantasma, era como un muerto viviente que solo repetía la rutina que tenía antes de morir. Mi rutina era la misma: levantarme, beber batidos de fresa hasta aburrirme, mirar por la ventana la lluvia que a veces se calmaba para después volver con más fuerza. Intentar comer se había vuelto en un castigo, porque todo terminaba sabiendo horrible, y finalmente volver a la cama en donde el sueño era interrumpido por el recuerdo de los momentos que fuimos felices.

Evitaba mirar la puerta que daba al pequeño estudio que tenía dentro del departamento, pero, aunque intentaba no pensar en él, los recuerdos de todas aquellas citas o incluso de la primera en que nos conocimos eran un recuerdo constante de que eso había dejado de existir. Kyra preocupada porque no había sabido nada de mi en días no paraba de llamarme, pero no tenía el valor de hablar con ella, no encontraba las palabras para contarle, como si mi garganta estuviera permanentemente sellada por un nudo de tristeza. Un viernes por la noche, mientas intentaba distraer mi mente me tope con las fotos de la exposición de Eidan en la gran galería de Le Marais. Lo que termino por romperme fue verlo ahí, con una radiante sonrisa y rodeado de sus creaciones, como si lo que hubiera pasado no le hubiera importado en lo mas mínimo.

Era cruel.

Cerré la laptop con las últimas fuerzas que me quedaban, con el corazón latiéndome con rabia y con lagrimas en los ojos, sentía que me faltaba el aire. El timbre resonó por todo el departamento, no quería abrir, pero la voz de Kyra al otro lado de la puerta gritando mi nombre me obligo a caminar hacia la puerta con las pocas fuerzas que me quedaban y abrir. La expresión de preocupación de Kyra fue lo último que vi antes de desplomarme en el piso llorando. Sin saber que hacer, Kyra me abrazó dándome el apoyo que, sin saber, necesitaba.

—¿Por qué no contestabas? ¿Sabes lo preocupada que estaba por ti? —tomo mi rostro entre sus manos y me abrazo. Me aferre a ella, como si fuera el último día.

Kyra, no siguió preguntando y solo se quedo a mi lado, acariciando suavemente mi cabeza.

—¿Te parece si pedimos el helado que tanto te gusta y pizza? —preguntó cuando ya estaba más tranquila.

—Y ver por milésima vez La Gran Muralla.

—Es increíble que siga gustándote esa película —se burlo—. Pero está bien, solo por esta ocasión lo dejare pasar. ¿Ahora que te parece si te ayudo a levantarte y te acompaño a que te des una ducha mientras yo preparo todo? —guiño un ojo y me tendió su mano.




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