No necesitaba una cita.
Sin duda alguna, necesitaba muchísimas cosas menos una cita. No tenía por qué. Tampoco tenía razones para no querer ir a una cita. No, aguarden. Sí que las tenía. Tenía una interminable lista por las cuales no quería lanzarme en las afiladas garras del destino una vez más.
Y esa lista empezaba por la letra A.
A de Anticuado.
A de Aneurisma.
A de... Antoine.
—No quiero una cita —dije rotunda.
—Ya lo has dicho seis veces —respondió Mica en aire exhausto.
Asentí.
—Puedo hacerlo siete veces. De hecho, lo haré hasta que te hartes y te des por vencida.
Nos encontrábamos en el hospital cardiológico más grande de Los Ángeles, ciudad en la que me había radicado desde que comencé la universidad y en la que pensaba echar mis cenizas hechas polvos al océano Pacífico cuando muriese. Claro, que aún faltaba mucho para eso.
Espero. La verdad es que durante el último mes el estrés de mi vida, el trabajo arduo en el hospital cumpliendo exhaustivas jornadas de hasta cuarenta y ocho horas y bebiendo café de máquina y comiendo barritas de granola advertían con pasarme factura antes de lo debido. Supongo que me lo merecía. Debía comenzar a cuidarme un poco más. Tal vez por esa misma razón me había inscripto a clases de yoga por las mañanas. Aunque no había asistido a la primera clase.
Y todo ese martirio llevaba plasmado en fuego nombre y apellido.
Antoine.
Una vez más su nombre me atravesó el cerebro como una lanza y sentí una sensación amarga empapándome la lengua. La tragué con lentitud y me enfoqué en la máquina de café que parecía haberse tragado mi arrugado billete de cinco dólares.
—Esta noche —siguió hablando Mica como si nada. Como si yo no me hubiese negado seis veces antes (próximamente siete veces). Como si ella tuviese razón en lo que consideraba que era bueno para mí en lugar de yo misma—. Esta noche saldremos con José. Su primo ha arribado a la ciudad la semana pasada. No puedes decirme que no suena a un planazo.
Observé, por el rabillo del ojo, la mastodóntica sonrisa que le llenaba casi tres cuartos de su puntiaguda cara.
—No. —Fue mi respuesta antes de atizarle un golpecito a la máquina que causó un estrepito a mí alrededor. Noté que varios de los pacientes que se encontraban en el pasillo pausaron su vida solo para hundirme los ojos encima. Les devolví la mirada, encogiendo los hombros y me volví hacia Mica—. ¿Sabes dónde está Gari? El de mantenimiento. Alguien tiene que responder por mis cinco dólares. Y conseguirme un café.
—Se llama Albert. No es latino, ni nada. Creo que, de hecho, es sueco o de algún lugar muy cerca de Suiza. ¿Alguna vez has ido a Suiza? Dicen que es un espectáculo y no me refiero a los paisajes. —Me guiñó un ojo, socarrona.
Tan pronto advertí a Gari andar por el pasillo, me metí dos dedos a la boca y soplé dejando a mis pulmones sin aire en el proceso. Un silbido más agudo que los whitlenotes de Ariana Grande emergió de mi boca.
Todos me miraron. Una vez más.
Mantuve mis ojos sobre la silueta de Gari, quien trotaba en nuestra dirección con su barriga rebotándole contra la barbilla.
—No me importa —le contesté a mi compañera. La escuché suspirar, pero me concentré en Gari y en la estúpida máquina que me había atracado descaradamente.
Gari me mostró una sonrisa de dientes.
—Doctoras —saludó—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Me parece que se ha obstruido algo dentro de la máquina. Se ha tragado mi dinero y me ha dejado sin café. —Señalé la maquina yacía a un costado—. Y no puedo durar ni un minuto más sin café, Gari. Por favor. —Uní mis manos en señal de súplica y él se dispuso a dejar su caja de herramientas sobre el suelo e inspeccionar el problema.
Genial.
Gari resuelve.
No como otros que no resuelven ni siquiera sus propios líos mentales. Una vez más, se me hizo ineludible que mis pensamientos no se direccionaran al dueño de mis pesadillas. Ese que me había jurado amor verdadero hasta envejecer como dos uvas pasas. Ni siquiera me gustan las pasas y aún así, le creí como una idiota.
Eso es lo que era: una idiota.
—Doc. —Me llamó Gari, sacándome de mis vacilaciones mentales. Lo miré con la ilusión a mil—. Creo que se ha averiado la máquina. Llamaré al consorcio para reemplazarla. ¿Por qué no mejor sale a comprar un café en la cafetería de la esquina? He oído que hacen un café cubano fenomenal.
Y sé que no lo dijo con mala intención; digo la parte del café cubano. Solo que no era cubana. Era colombiana. De Colombia. De Cali, para ser más específica.
No me resistí a las agujas ácidas que me treparon por la garganta.
—Soy colombiana —enfaticé con una sonrisa ajada—. ¿Y mis cinco dólares? —me quejé en un tonillo infantil que hasta a mí me agotó la paciencia.
Estaba insoportable.
Tal vez Mica tenía razón. Tal vez necesitaba... no, de hecho, me urgía relacionarme con alguien más que no fueran mis pacientes, el puñado de enfermeros que me despertaban cada vez que me tomaba una siesta de cinco minutos con los ojos a fuego frente a la computadora o mi perrita, Tequila.
Mica largó un suspiro. Hundió la mano en el bolsillo de su impoluta bata blanca que parecía haber planchado hacía un minuto y me tendió un billete de diez dólares.