El verano que nos juntó

Capítulo 2

—¡A la cuenta de tres necesito que pujes! ¡Uno! ¡Dos

—¡A la cuenta de tres necesito que pujes! ¡Uno! ¡Dos...!

A mí alrededor todo era un caos. De hecho, todo lucía fatídico. Había líquido amarillo que goteaba hasta el suelo. Había una mancha marrón en la camilla y el ambiente era tan pesado que sentía que me aplastaría encima. Estaba acostumbrado a lidiar con esta clase de situaciones, pero, esta en particular estaba dándome dolores de cabeza.

—¡Ahora Jenny! ¡Puja ahora! —le indiqué. Podía sentir una capa fina de sudor perlándome la frente. Resbalaba por mis dedos debajo de los doble guantes de látex que llevaba puestos.

Jenny clamó con dolor tratando de seguir mis indicaciones. Ella estaba empapada en sudor y lágrimas. Tenía la cara roja por el esfuerzo y el dolor. Se removía convulsivamente cada vez que dolorosos látigos le arremetían.

—Me parece que tendremos que dilatar más —le dije a la enfermera.

—¿Está seguro, doctor? —Le dediqué una mirada mortífera y ella se obligó a sí misma a reaccionar—. Enseguida. —Se dirigió al resto de las enfermeras y gritó—: ¡Necesitamos más oxitocina!

Mientras las enfermeras armaban un revuelo a mí alrededor, me fijé en Jenny. Estaba respirando entrecortadamente a través de la hendidura de sus labios. Su rostro comenzaba a palidecer. Mierda. Debíamos darnos prisa.

Hundí más los dedos para buscar algún indicio del bebé. No encontraba nada, hasta que un par de minutos más tarde, mis dedos se enredaron con algo. Y esto no podía significar nada bueno. Era el cordón umbilical.

Tomé una profunda respiración e intenté mantener la calma por el bien de todos. Pero, durante todo el rato no podía mantenerme concentrado con la música que resonaba de fondo.

Volví a mirar a la enfermera.

—¡Apaga eso! —le pedí—. Y llama a la doctora Stone. Necesitamos refuerzos.

La enfermera asintió, pero no se movió. Y yo comenzaba a perder la paciencia entre el recuadro de alaridos nerviosos de Jenny, los cuchicheos del escuadrón de enfermería y la voz de Elvis en la radio.

Ella se espabiló y se apresuró en seguir mis instrucciones al pie de la letra.

Me volví hacia Jenny y alcé la cabeza para encontrarme con su mirada. Traté de mostrarle una sonrisa tranquilizadora.

—¡Tú puedes, Jenny! ¡Es solo un enorme balón saliendo por... allí!

Vale. Tal vez no era el mejor dando ánimos. Ella soltó otro alarido que me ensordeció por completo.

—¡Odio el maldito futbol! —gritó. Y dicho esto, sus parpados colapsaron.

Mierda. Avisté el reloj que hacía tic tic tic atornillado a la pared y me fijé que llevábamos alrededor de cuatro horas en labor de parto. Ya había sido demasiado. Sin contar que a esta hora debía estar en casa, acicalándome para mi cita con Charlotte. Giré el cuello hacia la puerta cuando la doctora Stone entró en el recinto.

Señalé a la paciente que había decidido dormitar por el efecto de los anestésicos. Stone curvó sus labios.

—¿SOS? —indagó.

Moví la cabeza en señal de asentimiento.

—Urgente.

(...)

El sol se había ido para cuando acabamos la cesárea. Para mi fortuna, fue exitosa. El niño venía en una posición no muy favorable y se complicó la idea inicial de parir por la vía natural. Fue removido de la misma forma en la que removeríamos un bolo fecal que obstruye la vía intestinal.

Nos encontrábamos en los vestidores deshaciéndonos del montón de batas azules salpicadas de líquidos orgánicos y efluvios tóxicos. Me saqué la chaqueta del ambo y me lavé en el lavamanos con premura.

Mientras me concentraba en deshacerme del olor a antisépticos y líquidos exógenos, la voz de Stone me llegó a los oídos.

—Fue la cesárea más larga que he hecho en la vida —se quejó. Podía escuchar su voz amortiguada por el sonido de la regadera en la que se estaba bañando.

—Ni me lo digas. —Puse los ojos en blanco y froté el jabón contra mis brazos de una forma vigorosa—. Pasamos más de cinco horas ahí dentro. ¡Cinco horas lidiando con la dilatación del cuello!

Estaba exhausto. Y lo único que realmente ansiaba era llegar a casa, meterme en la bañera para deshacerme de los vestigios de iodo povidona y luego caer en los brazos de Morfeo en mi cama. Pero nada de eso era una opción. Al menos, no para esta noche.

Miré el móvil de reojo cuando lo escuché vibrar. La notificación de las seis llamadas perdidas que tenía de Charlotte me asaltó. Me volví un manojo de nervios, hambre y estrés.

Lo último que me había metido en el estómago fue hace más de diez horas y solo había sido un sándwich de pavo que me compré en la cafetería del hospital. Tampoco había descansado mucho la noche anterior, porque mis nuevos vecinos eran un puñado de universitarios fiesteros que hacían demasiado ruido a las dos de la mañana. Me recordé a mí mismo cuando tenía sus edades, pero ahora, nada es lo mismo y no estaba dispuesto a seguir trasnochándome por ello.

—Ey, ¿a dónde vas tan guapo? —Stone señaló mi ropa colgada en una percha del armario. Me había puesto el pantalón de vestir negro y me estaba secando el torso con una toalla antes de ponerme el resto. Sus ojos fueron de paseo por mi cuerpo de una forma descarada—. Espera, así está mejor. Deberías quedarte así. Sin camisa. Semidesnudo. Con gotas de agua resbalando por tus abusivos pectorales.

Me arrancó una carcajada de la boca. Le devolví el vistazo. Ella estaba en toalla, secándose para ponerse su nuevo uniforme y continuar el trote con la próxima paciente en la lista. No me sentí incomodo ni intimidado frente a su comentario.




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