El verano que nos juntó

Capítulo 4

Hubo una noche a mis doce años que me saltó una publicidad en internet mientras leía a escondidas en la computadora del salón en casa, devuelta en Cali

Hubo una noche a mis doce años que me saltó una publicidad en internet mientras leía a escondidas en la computadora del salón en casa, devuelta en Cali. La publicidad decía algo así como un libro de mala suerte; cosas que hacías, tendrías un cometa de mala suerte persiguiéndote por el resto de tu vida. Me llamó la atención y pensé en lo estúpido que sonaba eso.

No podía ser cierto.

Así que lo hice. Anoté en mi libreta de quehaceres e hice punto por punto cada día de la semana. Probé de todo. Me metí bajo escaleras. Le gruñí a gatos negros con rabia. Me miré en un espejo agrietado. Todo. Y el plan era probar que nada de eso era cierto. Que por mucho que cruzase sobre una grieta en el suelo, no existía tal cosa como la mala suerte.

Vaya. Ahora veía cuan equivocada estaba porque este día se había convertido en una fehaciente señal de que la mala suerte sí existía. Y yo la había invocado completamente para mí.

—¿Puedes abrir la ventana?

Escuché a una voz apagada a través de los auriculares que me había clavado dentro de las orejas. Miré, vagamente, sobre mi hombro para encontrarme con sus ojos escrutándome. Tenía un libro descansando sobre el regazo y las piernas estiradas hasta perderse en los asientos delanteros, porque claramente el espacio era diminuto.

—No. —Fue lo que contesté antes de reanudar el video que estaba mirando en mi Ipad. Era un documental acerca de ballenas asesinas. Y era lo único que me mantenía cuerda entre toda la locura que estaba sucediéndome. Parecía mi mayor pesadilla hecha realidad. ¿Por qué diablos se me cumplen las pesadillas y no los sueños?

Otra vez, su voz retumbó con más fuerza que antes. Me llegó firme y elocuente. Y no supe el porqué hasta que me llevé una mano a la oreja y comprobé que mi auricular había sido arrancado de su lugar.

—Necesito leer esto. Y para eso necesito luz. —Fue lo que dijo. El tono de su voz era una varianza de tonalidades que apenas recordaba. Lo suficientemente grave como para prestarle atención. Pero al mismo tiempo era suave y condescendiente.

No le dirigí la mirada cuando abrí la boca para responder.

—Y yo estoy viendo mi documental. No necesito luz. Además, si quieres luz puedes encender esa lucecita del techo o usar la linterna de tu teléfono. Lo que prefieras, me da exactamente lo mismo.

Le escuché suspirar hondo.

Me volví a acomodar el auricular en el oído, reanudé el video y de inmediato, el sonido de las ballenas y el mar me inundaron opacando todo lo demás. No mentiré. Me encontraba tensa en mi sitio. Apenas podía moverme sin llegar a rozarle la pierna y eso me causaba escalofríos. El olor de su perfume aplacaba cualquier otro aroma suspendido en el avión. Me atrevería a pensar que todos los pasajeros podíamos olerlo; una fragancia viril y ostentosa que me resultaba absolutamente desagradable a la nariz.

Intenté concentrarme en las ballenas que se deslizaban por el océano en manada. Hasta que una de ellas se perdió y fue acechada por una jauría de tiburones. Pero entonces, una mano se cruzó en mi vista. Una mano que se tomó el atrevimiento de abrir la ventanilla y dejarme ciega por un par de segundos. La misma cantidad de tiempo que me tomó asimilar que Frank no estaba dispuesto a ceder.

Pues... yo menos.

Giré la cabeza con la indignación recorriéndome de arriba abajo. Lo hallé con los ojos de regreso en su libro. Se veía relajado y plácido en su lectura como si no hubiese irrumpido en mi espacio personal.

Volví a bajar la ventanilla. Él me miró al instante, con sus labios contrayéndose en una delgada línea que se escondía detrás de esa barba.

—¿Lo haces a propósito? —preguntó.

—¿Qué?

—No necesitas tener la ventana cerrada para ver tus estúpidos videos de niños de diez años.

—¡Son ballenas, idiota! —le gruñí por lo bajo—. Y claro que no lo hago a propósito. Más bien, parece que el único que quiere hacerme irritar eres tú.

Él desplegó una sonrisa en sus labios.

—No necesito hacer nada para irritarte. Así Dios te trajo al mundo; irritante y obstinada.

Fui consciente de la forma en la que la sangre comenzó a hervirme dentro de las venas. Fruncí los labios, el ceño y todo lo que podía fruncirse de mi cara.

—Créeme, tú no te quedas atrás. Pensaba que en algún momento de tu vida serías capaz de cambiar, pero por lo visto la caca sigue siendo caca así le eches un litro entero de colonia —mascullé, poniendo una sonrisa ajada en los labios.

Frank me imitó. Sus labios se apretaron tanto que temí que fuesen a reventarse. En realidad, me daba igual si se le reventaba eso o cualquier otra cosa del cuerpo. Solo me aferraba al deseo de que las horas que me separaban de tierra firme se escurriesen entre los dedos.

Y mi plan era ignorarlo. Fue lo que me propuse cuando la aeromoza nos indicó que no había forma de intercambiar nuestros asientos con nadie más. Sabía que intentar ser civilizada con Frank no era una alternativa, aunque no pensé que fuese tan difícil ignorar su presencia.

—La verdad me impresiona —soltó despacio. Regresando a su asiento y removiéndose como si estuviese incomodo.

No quise preguntar nada más. Mientras menos palabras intercambiásemos, el trayecto sería mucho más ameno. Pero no fui capaz de contener mi parte impulsiva.

—¿Qué?

—Me impresiona que sepas lo que es una colonia. No pareces ser una chica de fragancias —me soltó en tono burlesco. Ese tono que se metió dentro de mis costillas y alcanzó mi corazón para calcinarlo.




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