—¡Gracias por volar en primera clase!
Me despedí del equipo de cabina con una sonrisa mientras atravesaba la puertecilla del avión que me conducía al exterior. El sol me empapó por completo cuando me detuve en el primer escalón. Había calor y el aire se sentía diferente al de Nueva York. Miré hacia el cielo y me vi obligado a entrecerrar los ojos debido a la cadencia de esa enorme esfera de fuego que me irradiaba su calor. Hinché el pecho con una profunda respiración y me permití disfrutar mis primeros treinta segundos en el continente asiático.
Nunca había estado antes en Asia, pero la vibra que se respiraba en el lugar era completamente diferente a cualquier otra parte del mundo. Y eso que había tenido el privilegio de conocer muchos lugares. Desde antes de lanzarme de lleno a lo que me aguardaba, sabía muy dentro, que este lugar era otra cosa.
Trasteé dentro de mi bolso de mano y me enclavé los lentes Ray-Ban en la cara. Tomé otra respiración y me dispuse a recorrer el camino hasta migraciones. Había una fila de personas aguardando ansiosamente desde el fondo del avión para que los de primera clase bajásemos primero. Podía escuchar los abucheos rumorosos de las personas, pero no apresuré el paso. Me dediqué a contemplar el paisaje antes de cruzar las puertas eléctricas hacia el interior del aeropuerto.
Caminé a pasos parsimoniosos y me coloqué en la fila para sellar mi pasaporte antes de ir a por mi maleta. Me sorprendió advertir la cantidad de turistas que se encontraban enfilando delante de mí. Gran parte de ellos, iban ataviados como si la playa les esperase al otro lado de las puertas eléctricas. Otras de ellas llevaban más ropa de la necesaria con abrigos peludos gigantes y guantes térmicos. No pude evitar pensar que ese infame grupo de personas se había equivocado de destino.
En el avión, aproveché a enriquecer mis conocimientos culturales acerca del país en el que pasaría los siguientes treinta días. Era un país situado entre Asia y Oceanía. El clima es tropical casi todo el año. Mucha humedad, calor y mosquitos. Una extensa cordillera verde y frondosa rodeaba al país. Y había por lo menos un puñado de veinte cascadas cada quinientos kilómetros. ¿El idioma oficial? Balines e indonesio. ¿La religión predominante? El budismo. ¿Las personas? Amables y atentas, pero cuidado con los estafadores callejeros y las gangas de mercado.
Como punto a mi favor, la fila avanzó en un abrir y cerrar de ojos. Se escuchaba el constante rumor de personas que platicaban en diversos idiomas opacando el sonido de los sellos que emitían los agentes de migración. Fue mi turno y avancé con seguridad y confianza hacia la casilla.
Había llenado el formulario en el avión, así que se lo entregué junto a mi pasaporte y le mostré una sonrisa amistosa al agente que me escrutaba intensamente desde el otro lado del cristal. Abrió la libretita, la ojeó hoja por hoja y presionó los labios.
—¿Cuánto tiempo va a estar en el país? —inquirió con un acento inglés que apenas podía entender. Tuve que aguzar el oído para comprenderlo.
—Treinta días —respondí escueto.
El hombre que aparentaba tener unos cuarenta y pocos, frunció el ceño. Levantó el dedo y me señaló la cara. Tardé en comprender que se refería a los lentes. Me saqué los Ray-Ban a regañadientes y le enseñé mi mejor sonrisa que, a estas alturas, empezaba a acalambrarse.
—¿Tú mismo aquí? —Señaló la foto que mostraba mi pasaporte.
Asentí.
Él frunció el ceño todavía más y ahincó su mirada sobre mi foto de identidad. Esa foto me la había tomado hace cinco años, cuando no llevaba barba y mis ojos lucían menos ojerosos que ahora. Fue una época fantástica en mi vida; una época en la que mi única preocupación era esforzarme en el gimnasio para descubrir al recto abdominal de mis cuadraditos.
—Sí. El mismo.
El agente me dio otra mirada escéptica antes de levantar el sello y estrellarlo contra mi pasaporte. Me lo devolvió sin amagar su expresión y me hizo un ademán para que me fuese antes de que se arrepintiera de dejarme entrar a su país.
Tomé mis pertenencias y me empujé lejos de ahí lo más rápido que mis pies me lo permitieron. Agradecía tener piernas largas en momentos como ese. Me dirigí, siguiendo las señalizaciones dobladas al inglés, español y chino, hacia la zona de entregas de pertenencias. Había menos gente allí que en la diminuta salita de migraciones. Me planté frente a la cinta y me fijé en las maletas que rodaban olvidadas en la misma.
Hasta que, al levantar la mirada, la vi.
Vi sus ojos avellana que se mantenían tratando de descifrar lo que quería decir las palabras inscriptas en la cinta. Las únicas que no estaban dobladas a ningún otro idioma más que el indonesio.
Luna García era la mujer más exasperante que había conocido en mi vida. Tenía una personalidad horrible. Era testaruda. Era retadora. Era... demasiado inteligente para las cosas malas. Y absurdamente competitiva. Todavía recuerdo que la mayoría de nuestras discusiones en la universidad eran por esa misma razón. Ella, una mujer extranjera, que estaba destruyéndome en cada clase. Y no me enfadaba que se luciera, porque tenía lo suyo, me enfadaba que me dejase en ridículo con su estúpida sabiondez.
Pero eso no era lo peor.
Lo peor fue lo que marcó el inicio de una guerra eterna entre los dos. Una guerra que no daba treguas. Que no entendía de razones. Que no se acabaría hasta el fin de los tiempos.
Una guerra que había olvidado desde el día en el que me marché de Los Ángeles para alejarme de todo lo que implicaba estar allí. Cerca de ella. Cerca de todo. No después de todo lo que sucedió.