La villa era más grande de lo que se veía desde afuera. Tan solo cruzar la puerta te encontrabas con una enorme salita decorada con mueblecillos color crema y un suelo rustico. A un lado se encontraba una puerta corrediza que se abría hacia una piscina privada. ¡Nunca había estado en un sitio con una piscina para mí sola! Luego tenías la habitación propiamente dicha. Una cama enorme con cuatro pilares que la empotraban. Gruesos edredones de color crema y cuatro almohadones felpudos. El baño quedaba fuera de la habitación, el techo era una enredadera de plantas exóticas y el piso era de piedra.
Cada artilugio desprendía un aroma a madera y sales aromáticas que creaban un microclima de intimidad y serenidad. Me puse las manos en la cintura y eché una ojeada al reloj que me atronaba en los tímpanos. Ya el atardecer se había encargado de ponerse, pero me lo perdí al quedarme explorando el que sería mi espacio durante la próxima semana.
Tenía que asistir a la cena familiar de esta noche. No mentiré, estaba muerta del miedo por encontrarme de nuevo con mi familia. Hace mucho no le veía. Bueno, en realidad hace casi un año. Pero, por alguna razón lo que más me llenaba de ansías era el hecho de que me verían aparecer sola y no eran tontos, enseguida notarían que algo había sucedido con Antoine.
Maldito Antoine. Su recuerdo era como un ancla que arrastraba a miles de kilómetros de distancia. Incluso, de este lado del mundo, no podía deshacerme de su estúpido recuerdo. De su presencia a mí alrededor. De todas las promesas que me metió dentro del pecho, que había regado hasta verlas germinar para luego dejarlas marchitar.
Sacudí la cabeza y decidí borrar a Antoine de mi cabeza por esta noche. Me inventaría alguna excusa para evadir el tema durante la cena. Y, si tenía suerte, mi familia dejaría el tema estar.
Administré mi tiempo lo mejor que pude. Me duché en menos de diez minutos, aunque me vi tentada a permanecer en la ducha un poco más probando las sales aromáticas como cortesía del resort. Salí del baño envuelta en una minúscula toalla y tumbé la maleta en la cama. Eché todos mis trapitos fuera de ella y los vi desbordarse por el suelo. Contemplé los atuendos que me había traído de casa y maldije para mis adentros.
¿Acaso había hecho la maleta borracha?
Sostuve el puñado de bikinis que dejaban poco a la imaginación y me mordí el labio al recordar que Frank los había visto. Y sentí que las piernas me temblaron cuando su sonrisa burlona me invadió la cabeza. Esa maldita sonrisa de dientes perfectos. Porque... vale, lo odiaba. No me simpatizaba. No me hacía gracia y, desde luego, que lo repugnaba. Pero no era ciega. Digo, tengo alto grado de miopía y astigmatismo y uso lentes de contacto porque de lo contrario, me la viviría con el culo en el suelo. Más debía aceptarlo. Y cómo me molestaba. El cabroncito tenía un atractivo que hasta los ciegos y miopes podíamos notar.
Decidí dejar de pensar en mi vecino enemigo y me obligué a meter el cuerpo dentro de un vestido amarillo. Era suelto y fresco. Tenía un escote disimulado en la parte frontal que ofrecía una pequeña vista del canalillo entre mis pechos. Pero no llegaba a rozar lo vulgar. Era sencillo, delicado y lo suficientemente sexy. Desenvolví la toalla que tenía en la cabeza a modo de turbante y dejé a mi cabello caer suelto a mi espalda. Era castaño achocolatado y me resaltaba con la piel tostada. Me hundí los dedos en el cuero cabelludo y lo peiné hacia un lado. No me gustó. Probé hacia el otro lado. Me gustó lo mismo que a Taylor Swift le agradaban las Kardashian. Finalmente, y luego de varios intentos fallidos, opté por dejarlo con el partido en el medio.
Me maquillé lo necesario para aportar un poco de vida a mi cara de zombi y me puse las sandalias luego de dar mil vueltas en la salita de estar mientras disfrutaba la canción Riptide de Vance Joy. Tenía las mismas vibras que había percibido desde que llegamos a Canggu.
Tal vez estaba un poco chiflada pero me encantaba romantizar mi vida. Aunque por lo general, me sentía la tonta protagonista de una película en la que solo me pasaban cosas bizarras y mi mejor amigo era la mala suerte.
Cuando estuve lista, me eyecté de la villa. Me detuve en el último escalón y eché un vistazo al imponente paisaje que se extendía frente a mis ojos. El agua del mar bañaba la costa con gracilidad y el viento soplaba en dirección de mi cabello, revolviéndolo. La noche en Bali era una cosa de otro mundo. Me volaba la cabeza de una forma que no terminaba de cerrarme. Parpadeé un par de veces para asegurarme que era real. Todo este paraíso era real.
Y luego, mis ojos se vieron atraídos por la villa contigua a la mía.
En realidad, era por la persona que acababa de emerger fuera de ella. Se detuvo en la puerta y admiró el panorama con determinación. Luego, mientras recorría de esquina a esquina el paisaje, sus ojos se encontraron con los míos. Me intrigó el brillo que mostraba su mirada. El azul era tan claro que se sentía como un trozo del cielo convertido en un par de orbes humanas.
Ignoré el escalofrío que me subió por las piernas y se entrometió dentro de mi vestido, llenándome de incomodidad. Entonces, mis pensamientos me trasladaron a la conversación que había tenido con Val antes. Aquella en la que me tiró la noticia de que debía ser el canguro de Frank durante toda la ceremonia prenupcial. No quería clavarle las garras a su boda y que acabase en un fracaso solo por la historia que me vinculaba con el hermano de su prometido.