—Bueno, me parece que es hora de irse a dormir.
Mi madre se acercó a mi padre quién se había abierto todos los botones de la camiseta de playa que llevaba puesta. Él se rehusaba a abandonar la pista de baile en la que se había instalado desde hace más de una hora junto a una botella de algún licor caro que le suministró un camarero. Fue una tentación que no pudo resistir, pese a que le había prometido a mi madre y a todos que no bebería más por esta noche luego de la primera copa de vino.
—¡No quiero ir a ningún lado, Laurita! Quiero casarme con este bourbon —apostilló, bamboleándose como un koala en una rama.
Mi madre suspiró mientras Majo se acerca a echarle una mano.
—Papá, pero ya estás casado —le acordó ella.
—¿Qué? ¿Con quién? ¡No me digas que...! —La miró con los ojos saltones de la cantidad de embriaguez en su cerebro—. ¿Selena Quintanilla ha aceptado mi propuesta?
—Serás idiota, Juan Alfonso de Jesús. Esa mujer está muerta —repuso mi madre, cubriéndose la cara con vergüenza.
Mi padre deslizó sus ojos de Majo hacia ella.
—¡¿Qué?! —Se pegó la botella contra el pecho y sus rodillas se doblaron al punto que el prometido de Val y su hermano, el intruso, tuvieron que ir a socorrerle—. ¡No puede ser! ¡Qué hemos hablado ayer!
Val que se encontraba a mi lado, estaba conteniéndose la risa y Fer había decidido sacar la nariz de su móvil para reírse también. Era muy gracioso ver a mi padre cuando se ponía borracho. Su metro sesenta y seis arrastrándose por el suelo y fantaseando con sus ideas erotomaníacas era algo que me había olvidado lo gracioso que podría llegar a ser. Era uno de esos borrachos inofensivos con grandes sueños y pocas neuronas conectadas a su red cerebral.
Mi madre se viró hacia nosotras.
—Ya dejen de burlarse y ayúdenme a meter a esta bolsa de papas calva dentro del estúpido ascensor —nos reprendió severa.
Val y yo nos levantamos entre risas de la mesa y nos enganchamos a cada brazo de mi padre, quien apenas podía caminar sin trastabillar y advertir con caerse de jeta. Lo llevamos al ascensor, mientras el pasillo entero se saturaba de su llantén melodramático.
—¿Cómo ha muerto, mi Selenita? —gimoteó, estremeciéndose y haciendo que Val y yo nos meciésemos.
—Creo que la han matado —informó Val.
Mi padre emitió un chillido tan agudo que se me apretaron los dientes dentro de la boca.
—¿Quién ha hecho semejante pecado a mi santa?
—La presidenta de su club de fans —le expliqué, esmerándome por recordar aquella desbastadora noticia que yacía enmarcada en el mejor portarretratos que decoraba la sala de estar de nuestra casa en Colombia.
Mi padre fue un gran fan de Selena en su juventud. Al punto que había coleccionado todos sus discos y cada domingo de barbacoa en la terraza, hacía karaoke de los mejores éxitos del gran amor de su vida. A mi madre también le gustaba, aunque con el tiempo, creo que empezó a engendrar cierto enojo hacia la cantante fallecida.
Frenamos forzosamente frente a las puertas del ascensor, al que mi madre ya se había encargado de llamar. La espera de las únicas cuatro plantas del lugar se me hizo eterna. Finalmente, las puertas se abrieron y nos empujamos con papá en el hombro hacia el interior.
Como pudimos, (casi forcejeando), nos liberamos de sus brazos y nos deslizamos fuera de aquella pequeña jaula de metal con un espejo bastante peculiar. Tenía una enredadera de luces y florecillas coloridas preciosa colgando.
—Ay, mi Selenita. ¡Tenemos que ir a verla! —le pidió a mi madre, quien como pudo también, se posicionó a su lado y le pasó un brazo por sus hombros para evitar una posible caída.
—Y si sigues así no dudo que pronto acabes visitándola en el infierno —dijo ella.
—¡Mamá! —coreamos Val y yo al unísono, muriendo de risa internamente.
—¡No se vayan a hacer ninguna locura! ¡Nada de parrandas! ¡Nada de escapaditas nocturnas! ¡A sus villas! —dictaminó rotunda antes de que las puertas del ascensor ocultasen su imagen.
Y solo cuando el ascensor ascendió, Val y yo dejamos fluir aquella explosión de risa que veníamos acumulando. Nos reímos como dos locas en medio del lobby del resort. Nuestras risas retumbaron y me dolió el estómago y se me acalambraron las mejillas. Y luego, la chica que nos había recibido nos dirigió una mirada de soslayo detrás de la recepción. Arrugó las cejas, sacudió la cabeza como quien ya está acostumbrada a lidiar con gente escandalosa y volvió a teclear en su computadora.
Tuvimos que taparnos la boca con la mano para regresar al salón donde había quedado su prometido, el resto de mis hermanas y... bueno, Frank. El que, sorprendentemente, siguió al pie de la letra lo que le había pedido al atardecer. Había ejecutado un papel con una habilidad impresionante. Hasta llegué a dudar de que fuese una mentira más.
Claramente me demostró que no cuando, al acabar de cenar, me pateó la pierna debajo de la mesa al haberme negado a tenderle una brocheta de carne de cerdo. Y joder... lo que me había dolido que me clavase la punta afilada de sus zapatos justo en el huesillo.
Seguro a estas alturas había formado un hematoma.
Me detuve junto a la puerta mientras Val echaba a correr hacia su prometido y aterrizó en su regazo. Él la envolvió entre sus brazos mientras se susurraban cursilerías y se miraban de una forma casi hipnótica y surreal. Como si ambos hubiesen sido victimas de alguna brujería y solo tuviesen energías para transmitirse entre sí.