El verano que nos juntó

Capítulo 11

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La primera semana del mes prenupcial se escurrió entre levantarse cerca del amanecer, lo cual era algo religioso para los lugareños, atisbar el primer rayito de sol a la orilla de la playa e ir a correr por la costa sur junto a mis quejosas hermanas. Disfrutar de comida exótica y paisajes ilusorios. También tuve que llevar la fiesta en paz con Frank. Lo que, en un principio juré que no sería capaz... y seguía convencida de ello, solo que ahora un poco menos.

Mis padres hacían karaoke casi todas las noches mientras disfrutábamos la cena y después de irse a dormir, nos escabullíamos de regreso a la playa. Majo nos presentó al francés que había conocido la primera noche. Era amable y coqueto. Muy de su estilo, si no estuviese casada ya. El día anterior fue su despedida. Ya no se volverían a ver porque él debía regresar a divagar por el mundo, y Majo estaba triste pero aliviada.

Nos encontrábamos en la habitación de Majo y Fer. Todo estaba revuelto, porque se encontraban empacando ya que por la mañana debíamos abandonar el resort y continuar con la bitácora del mes prenupcial.

La música resonaba desde la portátil de Valeria. Ella y yo estábamos acurrucadas en la moqueta mientras que Fer estaba perdida dentro del opulento armario tironeando todas sus perchas de ropa y apilándolas en su maleta gigante. Por otro lado, Majo estaba en la cama charlando con sus hijos por el móvil, que le habían hecho una videollamada.

—¡Bueno, es hora de ir a la cama! Mañana tienen clases. ¿Quieren despedirse de sus tías? —le dijo ella al móvil.

—Humm... ¿podemos pasar? —le replicó uno de ellos. Eran dos mellizos que tenían alrededor de nueve años. Pero eran dos torbellinos furiosos. Todavía recuerdo aquella navidad en la que me rompieron mi móvil tras lanzarlo de un quinto piso en un centro comercial.

Los siguientes en ser aventados iban a ser ellos si Majo no me detenía a tiempo.

—¡Niños, no sean maleducados! ¡Saluden!

Majo nos apuntó con su cámara y ellos agitaron la mano a modo de saludo.

Val les tiró un beso.

—¡Están enormes! ¡Ya quiero tener hijos!

—¡Val! —Le clavé un codo en las costillas y ella me miró con inocencia.

Majo se despidió de ellos y les amenazó para que se portasen bien en su ausencia. Puso el móvil bocabajo sobre la cama y se apoyó sobre sus codos.

—Es tan lindo estar de vacaciones. No me malinterpreten, amo ser mamá. Pero no es lo único que quiero ser en mi vida —expuso.

—No, ahora el francés es una prioridad —ironizó Fer desde el armario.

—¿Prioridad? Solo somos amigos. —Le enseñó su dedo al aire—. Estoy felizmente casada, ¿recuerdas?

—Define felizmente —murmuré.

Majo me lanzó una mirada fulminante.

—Felizmente. Como tú y Antoine, más o menos.

Y aquello se sintió como un mordisco en el estómago. Me puse nerviosa al instante y se me tensaron todos los músculos del cuerpo. Val me dio una mirada curiosa. Se enderezó y cruzó las piernas.

—Sí, Luna. ¿Por qué no nos cuentas en dónde está Antoine? —preguntó.

Me quede pálida. Se me drenó la sangre del cuerpo y tuve que mirar a otro lado un segundo. Mis movimientos me pondrían frente al juzgado. Ellas se darían cuenta y luego tratarían de consolarme como si fuese un perrito desamparado.

No quería lidiar con la presión familiar justo ahora.

Así que me llevé la palma a la nuca y evadí el tema como una campeona.

—¿No hace mucho calor aquí? ¿Por qué no mejor vamos a la playa? Es nuestro último día en Canggu.

Las gruesas cejas de Majo se juntaron. Me conocían demasiado. Y estaba actuando como una completa sospechosa.

—Luna —insistió Val, jalándome del codo cuando empecé a levantarme—. ¿Qué sucede? Puedes contárnoslo. Somos tus hermanas. —Me dio una sonrisa dulce—. Puedes contarnos lo que sea. Lo sabes.

—Lo sé, Val.

—Entonces, ¿qué te sucede? —terció Majo, desde la cama.

—Yo... —Abrí la boca como un pez. De repente, me faltaba el aire—. Estamos bien. De verdad, lo estamos.

—Hum... —Por la forma en la que Val me observó, supe que no me había creído una sola palabra.

El ruidito del móvil de Majo interrumpió nuestra conversación. Su cara se iluminó al instante. Dio un brinco fuera de la cama, se metió dentro de un vestido playero, se calzó los tacones dorados y salió corriendo hacia la puerta.

—François está afuera. Quiere despedirse.

—¿No se habían despedido ayer? —inquirió Fer.

—Sí, pero quiere volver a despedirse. —Majo se encogió de hombros y nos lanzó un beso—. Mañana termino de recoger este chiquero. ¡No se porten bien!

Fer finalmente se escapó de las profundidades del armario. Ya había ordenado todas sus cosas y ahora se encontraba empujándolas dentro una valija. Batallaba con fuerza por cerrarla y nos dirigió una mirada furiosa.

—¿Puedes echarme una mano, par de zarigüeyas?

—Claro, lo siento.

Nos acuclillamos a su lado y Val tiró del cierre de la maleta.

Fer señaló la tapa.

—Ponte arriba —me indicó.

Me hinqué sobre mis rodillas y descargué todo mi peso. Estuvimos lidiando con la maleta hasta que cedió con un chirrido. Las tres nos desplomamos sobre el suelo con las respiraciones erráticas y el pecho subiendo y bajando con ferocidad.

Un destello atrapó mi atención al otro lado de la ventana. Era el chico que siempre estaba detrás de Fer. Esta vez no iba de traje como el resto de las veces que lo había visto. Iba con una camisa blanca lisa y un vaquero oscuro. Estaba recargado del balaustre y se fumaba un cigarrillo con serenidad.




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