Ubud era la capital cultural de toda Bali. Tenía más de cien cascadas alrededor, ornamentales tiendas que se arremolinaban alrededor del centro, y para ser una ciudad mucho más pequeña que Nueva York, el tráfico no distaba mucho de abrumarme tal y como me sentía en casa.
La villa en la que nos hospedaríamos la semana entera que pasaríamos en Ubud era enorme. Tenía dos plantas gigantescas, dos piscinas y un salón gigante con una mesa de pool. Era amplia y la decoración era escueta pero delicada, rozando lo minimalista. El jardín era, posiblemente, mi lugar preferido de toda la casa. Colindaba con vastos kilómetros de vegetación verde y fulgurosa.
—Esta es la habitación de los padres. Esta es la habitación de Majo. Esta es la habitación de Fer. Esta es la de su sexy guardaespaldas —señalaba Valeria corriendo por la casa con toda la familia apelotonada detrás de ella en una especie de hilerilla—. Esta es mía y de James...
Su madre le cortó.
—Pero esa es la de la mejor vista.
—Todas tienen linda vista. —Val no dejó de caminar como si estuviese escapando de alguien. Para ser alrededor de las diez de la mañana tenía una energía que me dejaba perplejo.
—La mía no tiene ventanas —se quejó su madre.
—Sí tiene. Detrás del armario. Solo hay que moverlo un poco.
Su madre soltó un suspiro exhausto, pero desistió de rebatir. Por su parte, ya casi todos habían sido acomodados en sus respectivas habitaciones. Noté por encima del hombro a Luna, quien se había atado el pelo en un moño desordenado y se le escapan mechones que apuntaban a todas direcciones.
—Y estas dos... —canturreó Val mientras bajaba un par de escalones hacia el exterior. Era un pequeño anexo que se extendía a un costado de la casa—. Son todas suyas. —Nos lanzó una mirada por encima del hombro y se recostó de la puerta que desembocaba al exterior.
Luna se llevó una mano a la nuca y la otra se la pasó bruscamente por la cara.
—¿No estamos muy fuera de casa? —le dijo a su hermana.
—Eh... están a una puerta de distancia.
—Claro. —Luna puso sus labios en un rictus y emergió de la casa para chequear nuestras respectivas habitaciones.
Había un pasillo entre ambas y el baño se encontraba fuera. Era grande y acogedor, tenía una ducha y una bañera. También dos lavabos lo que agradecí porque no planeaba compartir mi espacio con ella.
—El izquierdo es mío. El derecho tuyo —le indiqué.
Luna se detuvo a mitad del baño y disparó una ceja en mi dirección.
Sabía lo que venía a continuación.
—¿Por qué no al revés? —protestó con quisquilla.
—¿No es lo mismo?
—¿Estás intentando que me resigne? —me apuntó con su dedo y estrechó los ojos, inquisitivamente. Dio un par de pasos hacia mí y su dedo se estrelló contra mi pecho. Me le quedé viendo sin saber muy bien qué le sucedía—. No quiero compartir nada. Pero si vamos a hacerlo, espero que no seas un sucio o un desordenado. —Avanzó por la puerta y mis ojos resbalaron por su silueta enfundada en un jean azul claro y una camisa sin mangas blanca corta. Se giró como sintiendo el peso de mi mirada—. ¡Y no dejes la tapa del inodoro levantada! —me advirtió antes de perderse fuera.
Si mi estadía en Canggu había sido una prueba de fuego, Ubud sería una prueba que pondría a juego mi estabilidad y fuerza mental. También el control de mis propios pensamientos. Durante toda la noche, o las pocas horas que conseguí dormir, no podía dejar de pensar en Luna y su sonrisa triunfante que me transportaba devuelta al pasado.
Había tantas cosas en medio de ambos que no hallaba por donde comenzar. Todo lo que sucedió... todas las cosas que nos dijimos... las cosas que se perdieron y las que nos volvieron las personas que éramos ahora. No podía retornar al pasado, pero si pudiese, haría todo diferente. Comenzando por la razón por la cual me fui de Los Ángeles.
Siempre tuve una espina enterrada entre las costillas y la espalda. Siempre me pregunté si había hecho lo correcto en marcharme. Sabía cómo se veía eso frente a los ojos de los demás. Me ponía como el villano de una historia que nadie llegaría a descubrir verdaderamente.
Todavía recordaba esa última noche en el campus. Fui a su habitación. Esa que compartía con su amiga y me detuve frente a su puerta. Y luego, escuché su voz desde el pasillo. Podía percibir los vidrios en su garganta. Pero luego se le sumó otra voz. Su voz. Y el enojo me obnubiló la mente, porque no podía entender cómo podía seguir abriéndole el corazón a una persona como él.
Él la hacía reír.
Él la hacía suspirar.
Él pintaba mentiras en su cielo y ella era feliz aferrada a ellas. Él fingía amarla. Ella eligió creer lo que le hacía feliz.
No tardé demasiado en descargar mis pertenencias en mi habitación. No era tan grande como la villa en el resort de Canggu, pero tenía una cama matrimonial de apariencia cómoda y un armario espacioso. También había una ventana que me regalaba un vistazo del pedazo de cielo que había fuera. Brillante, despejado y azul.
Un aporreo me hizo apartar la mirada de la ventana y la volqué a la puerta.
James se encontraba ahí, con un hombro apoyado contra el marco y la otra mano ahuecando su cintura.
—¿Y te gusta? —preguntó.
—No está tan mal. —Me encogí de hombros y cerré la maleta. La empujé dentro del closet.