Patroclo Vicent fue el primer amor de mi vida.
O eso creía.
Cuando obtuve una beca para mudarme a los Estados Unidos, fue el día más feliz de mi vida. Era la primera vez que estaría lejos de mi familia, y aunque de pequeña ansiaba a que ese día llegase, en el momento en el que atravesé las puertas eléctricas del aeropuerto y atisbé a mi familia despidiéndose con los ojos acuosos, nada me hizo sentir más diminuta. Los echaría de menos. Joder, qué lo haría.
Y luego conocí a mi compañera de residencia. Melanie. Una chica tan blanca como la nieve que provenía del norte del país. Las clases dieron inicio y tardé varias semanas en acostumbrarme a los nuevos aires que respiraba. Al principio, mis habilidades sociales parecían estar enterradas bajo una montaña de vergüenza que, eventualmente, fue disipándose.
En el transcurso de un mes y medio ya formaba parte de un grupo, salía los fines de semana y me encerraba todas las noches en la residencia intentando estudiar bajo la mortecina luz de una vela. Hasta que sucedió. Un sábado por la noche, una amiga de Melanie nos había invitado a una fiesta. No era de ir a fiestas, pero esa noche me puse mi vestido más preciado y me lancé a la aventura.
Él estaba junto a la piscina rodeado de un puñado de chicos. Sus ojos se percataron de mi existencia como si fuese un volcán erupcionando. Como si fuese algo imposible de no mirar. Ladeó una sonrisa torcida, se sacudió los hombros y fue a encararme. Patroclo, dijo que se llamaba. Qué nombre más horrible, pensé. Me gusta tu nariz, dijo galante. Mi nariz es muy normal, respondí. Me gusta, se encogió de hombros y añadió: ¿Quieres salir alguna vez?
Y eso fue todo. Así acabamos saliendo un par de veces hasta que lo nuestro se volvió exclusivo. Una tarde me invitó a su departamento. Estaba muerta de los nervios, nunca un chico me había invitado a su morada. Fui de todos modos. Vimos una película, hablamos de anatomía y descubrimos que los dos odiábamos estudiar músculos. Y acabamos besándonos en la cocina.
Esa tarde su roommate apareció de sorpresa y nos agarró en plena sesión de besos. Se me desintegraba la cara de la vergüenza. No quería mirarlo a los ojos. Él me observó entre divertido y apenado.
Mejor me voy, dijo.
Espera. Te presento a Luna, mi novia. La verás muy seguido por aquí, le detuvo Patroclo.
El chico me miró masajeándose la nuca. Una sombra escarlata se asomaba en sus mejillas.
Frank, se presentó.
Y asumo te podrás imaginar lo que sucedió después.
Era el mejor amigo de mi novio. Uno que no tardé en descubrir que compartía casi todos los cursos conmigo, y que además, era un puto cerebro. Nos tropezamos más veces de las que llegué a desear. En el salón de clases. En el laboratorio. En la morgue. En el departamento de Patroclo, que luego se convirtió en mi propio fuerte. Iba a "estudiar" con él después de clases y me mudaba allí los fines de semana. Frank y yo éramos dos polos opuestos. Frente a Patroclo disimulábamos llevarnos bien mientras que nos clavábamos patadas bajo la mesa. Nos sacábamos el dedo medio y nos empujábamos "accidentalmente".
Un domingo antes de vacaciones de verano; me había quedado a dormir en el departamento. Me levanté rondando las seis de la mañana porque la vejiga iba a explotarme en la cama. No había indicios de Patroclo en la habitación, asumí que se había levantado a estudiar o hacer ejercicio. Anduve hasta el baño a pasos sigilosos. Rodeé el pomo de la puerta con los dedos y me detuve cuando escuché mi nombre que flotaba desde la sala de estar.
Reconocí su voz al instante. Frank.
—Deberías cortarla de una vez. Sé honesto, Patroclo.
—No puedo hacer eso.
—¿Por que te da lástima?
Patroclo no respondió.
Y ese silencio lo había llenado todo para mí. Me daba tanto miedo la respuesta que me empujé dentro del baño y me senté en el váter mientras me agarraba la cabeza entre las manos. Las nauseas me subieron en bolo hasta la garganta. Todos los momentos que había pasado con Patroclo durante el último año me venían como ráfagas a la cabeza. La noche anterior. Las palabras. Todo me giraba encima.
De pronto, mientras huía de sus palabras camino a mi habitación, percibí risitas en los pasillos. Apuré el paso hasta mi habitación y me apoyé contra la puerta tras cerrarla. Era temprano, pero Melanie ya estaba despierta. Tenía una expresión alterada y preocupada.
—¿Dónde habías estado?
—Con Patroclo. ¿Pasó algo?
—¿No lo viste?
—¿No vi qué?
Su rostro me advertía que no estaba hablando de algo bueno. Subió el teléfono con desconfianza y me hizo sostenerlo. Un video se reproducía. Era un video mío con Patroclo de la noche anterior. El corazón se me infartó durante segundos mientras el escozor detrás de los párpados no me permitía reaccionar.
Esa noche Patroclo vino a verme, aunque solo quería clavarle un puñal en el pecho y verlo desangrarse sobre el pavimento húmedo tras la llovizna.
—¿Subiste ese video?
—No.
—¡¿Y quién demonios fue?!
—Luna... sabes que nunca te haría daño. Y esto es...