El verano que nos juntó

Capítulo 18

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Antoine se marchó esta mañana, la verdad es que ni siquiera le presté atención a su melodramática partida. A pesar de que le había dejado las cosas lo más claro que pude, no paró de repetirme que se sentía muy arrepentido por haber roto nuestra relación. James se encargó de pedirle un chofer que lo llevase devuelta a Denpasar para abordar su avión.

Esa misma noche, mis hermanas insistieron en ir a dar un último paseo por Ubud antes de coger el ferry que por la mañana nos trasladaría a Islas Nusa. El plan que me había planteado hace un par de noches funcionó mejor de lo que esperaba con Antoine. Todavía recibía los mensajes lastimeros que me llegaban al WhatsApp.

No obstante, mi madre se enfermó esa misma noche. Estábamos cenando cuando se le bajó la tensión y un mareo le succionó la energía. Frank, como el caballero de la noche, se ocupó de acomodarla en su habitación, revisarle los signos vitales y administrarle una medicina. Al principio, no pude evitar protestar; pero luego de una conversación tirante, bajé la armadura.

—¿Te busco agua? —le preguntó mi padre en tono preocupado.

—No hace falta, cariño. No tengo sed —le dijo mi madre con la voz floja.

—Pero puede darte sed más tarde.

—Buscaré agua.

—¿Y si vuelves a marearte y te caes por las escaleras? —Mi padre elucubró todo un cuento macabro en su cabeza. Le sobaba las manos con dulzura y nerviosismo.

—No exageres, cielo.

—¡Puede pasar!

—Papá. —Lo empujé por el brazo—. Deberíamos dejar a mamá descansar.

—Pero...

—Dile que la amas, venga —le animé mientras lo empujaba fuera de la habitación.

Él le dedicó una sonrisa resplandeciente a mamá. Sus ojos parecían echar chispas cada vez que la veía. Una estela de admiración y adoración se apoderó de su mirada.

—¿Hasta más allá del universo...? —murmuró.

—...Y devuelta —completó mi madre.

Cerré la puerta de la habitación y me volví hacia mamá. Gradué la iluminación del ambiente y me senté en el borde de la cama. Ella se había puesto de costado y su cabeza descansaba lánguidamente sobre sus manos. Su sonrisa agridulce me calaba hasta el tuétano.

—¿Todo bien en esa cabecita? —preguntó en voz baja.

Me mordí el interior de la mejilla y asentí.

—¿Siempre supiste que papá era el indicado?

—Desde el primer momento en el que lo vi.

—¿Y lo amaste desde ese instante?

—Bueno... —Mi madre torció la sonrisa tierna en una que se cubría de recuerdos—, no desde el primer segundo. Eso solo sucede en las películas. Me gustaba. Sabía que yo le gustaba. Y aunque no éramos perfectos, lo intentamos. Nos arriesgamos a lanzarnos del helicóptero juntos, y henos aquí treinta y cinco años más tarde.

—Es demasiado fácil amarte, madre. De seguro no fue un problema.

Su carcajada entrecortada por su falta de fuerzas inundó la estancia. Había palabras escondidas que no podía desentrañar. Había recuerdos y experiencias detrás de aquella risa que reverberaba dentro de las paredes de aquella habitación.

Mi madre tenía un brillo precioso en los ojos mieles verdosos.

—No siempre fue así —susurró—. Cuando decides pasar el resto de tu vida junto a alguien más, debes entender que no solo vas a aceptar dormir con esa persona y reír hasta que te duela la tripa, no todo se reduce a los momentos en los que el sol brilla y estás segura en sus brazos. Cuando decides pasar el resto de tu vida junto a alguien, estás aceptando el combo completo; sus virtudes y talentos ocultos y sus defectos por más enormes que te parezcan. No puedes separar ambas cosas. Solo debes aprender a distinguir el color de las cosas que carecen de brillo.

—Pero ¿y sí soy yo la que carece de brillo?

—Alguien te amará igual.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Te acuerdas de aquella historia que te contaba cuando eras una niña? —Puso una sonrisa que estiró sus ojos.

—Me contabas muchas historias, mamá.

—¡La del oso perdido! ¿Recuerdas la historia del oso perdido?

—Sí. ¿Esa en la que lo arrollaba un auto, lo despedazaban y un niño lo encontraba y lo llevaba a arreglar?

La sonrisa en su boca se amplió.

—Siempre hay alguien que está dispuesto a ver lo de adentro, Luna. —Sus manos abandonaron su cabeza para darme un apretón en el brazo. Su fuerza era grácil. Como una acaricia que me recorría por debajo de la piel hasta alcanzar mi corazón.

Por un instante, tuve que apretar los ojos para amainar el escozor detrás de las lágrimas.

—Terminé con Antoine —le dije con la voz estrangulada.

—Lo sé.

La miré con cautela. Su expresión impávida confirmó lo que decía.

—¿No estás decepcionada?

—¿Por qué lo estaría?

Levanté la barbilla para buscar aire.

—Tengo casi treinta años y ni siquiera tengo vísperas de casarme pronto o de encontrar a alguien que me ame como se aman tú y mi padre. Mi relación más larga me puso el cuerno solo porque me considera inmadura e impulsiva. Mi hermana menor va a casarse. Majo tiene hijos. Fer está comprometida con un magnate. Y yo... hago más guardias de las que debería para no deprimirme en mis pensamientos que dictan que no he logrado nada más que un título universitario. —Al acabar, sentí la garganta apretada y al parpadear, un par de lágrimas se derramaron sin prisas sobre mis mejillas—. ¿No estás decepcionada, aun así? —La observé entre los vidrios en mis ojos. Se me escapó un jadeo frustrado—. No he logrado nada y siento que nunca lograré nada.




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