Las personas no suelen decir palabras como te quiero, te amo, ya págame pedazo de imbécil, a la ligera. Sin embargo, mi familia era una de aquellas pocas que todavía soltaban esas palabras con tanta naturalidad que era como una ave volando al atardecer hasta estrellarse con un muro.
Un muro lleno de músculos, sonrisas sensuales y que acababa de darme un paseo en un ultraligero.
Por supuesto que era la ave. Esa jodida y estúpida ave.
—No tienes que responder ahora —susurré mientras el calor de la mañana me quemaba las mejillas.
Me sentía una reverenda idiota por irme de bruces en el amor.
Frank me miró. Parpadeó con fuerza. Y luego, se quedó tan quieto que empecé a pensar que había dejado de respirar.
—Luna...
—No digas nada. Mejor olvídalo, ¿quieres? —Comencé a alejarme de regreso a la camioneta donde el tipo nos esperaba mientras se fumaba un porro.
No esperé respuesta de su parte. Y es que, aunque trataba de convencerme que lo que había hecho no era una estupidez, sí que lo era. Yo había saltado sin paracaídas de áquel avión. Yo me había aventado a nadar con los tiburones con los bolsillos llenos de sardinas. Yo... era una tonta. No había otra explicación.
Me metí en la camioneta y me abroché el cinturón de seguridad. Cuando los dos hombres se sumaron, el aplastante peso de su presencia me cayó como ese muro que se desplomaba sobre el pájaro. Se acomodó en su asiento y me aferré a la puerta con uñas y dientes, como si estar cerca pudiese contagiarme de alguna enfermedad peligrosa.
El hombre notó la tensión entre los dos pero decidió ignorarnos y mover la destartalada camioneta de regreso a la villa.
Agradecí tan pronto vislumbré la silueta de la villa alzándose frente a nosotros cuando la camioneta estacionó justo en la entrada. Salí disparada hacia la entrada mientras Frank se ocupaba de concretar lo que sea que le debía al hombre.
Subí a mi habitación como una bala, sin pararme a saludar a mis hermanas que estaban cotorreando en la cocina con mi madre, y mucho menos me disculpé cuando me estrellé con James en las escaleras y casi le hago perder el equilibrio.
—¡Mira por donde vas! —me gritó.
Pasé de largo hasta dar con mi habitación. Puse el pestillo e incliné todo mi peso contra la puerta mientras me agarraba el pecho con los brazos y las paredes pintadas de un color arena se me derrumbaron encima con una sensación que conocía.
Una sensación a la que estaba acostumbrada.
Una maldita sensación de vacío.
Me deslicé por la inercia hasta que el frío suelo acarició las yemas de mis dedos. Se me humedecieron los ojos y el corazón se me encogió en un puño.
Te quiero.
Silencios.
Vacíos.
No me quería de regreso.
Tal vez me había ilusionado sola. Tal vez debí ser más inteligente, justo como lo había sido él. Jugar un rato con el hermano de mi cuñado, sin implicarme demasiado. Sin dar demasiado.
Sin esperar nada a cambio.
Mientras ahogaba las lágrimas y las últimas memorias se repetían en bucle como una constante reproducción de todo lo que había vivido estas últimas tres semanas y medias, alguien tocó a mi puerta.
—¡No hay nadie! —grité con un hilo de voz. Me detesté a mí misma por ser tan sentimental.
—Te he visto entrar a la casa —contestó mi madre del otro lado de la puerta—. ¡Anda, abre!
—No puedo... —Me mordisqueé el labio mientras tejía una mentira en mi cabeza para librarme de tener que dar explicaciones. Mi madre no se comería el cuento—. ¡Estoy desnuda!
—¡Te bañé hasta los diez años! Solo abre la puerta.
—Mamá...
—Es una orden.
Frotándome la cara para borrar cualquier vestigio de lágrimas, me levanté con las piernas temblorosas y entreabrí la puerta.
Cuando sus ojos cayeron sobre mi semblante, arrugó la cara, consternada. Le dio un empujón a la puerta y cerró tras entrar.
Lo primero que hizo fue abrazarme. Lo hizo con esa fuerza propia de una madre. Con la calidez y la ternura de una madre. Me aferré a sus brazos porque no quería que me viera llorar, aunque su cuello se mojaba a razón de mis lágrimas.
—¿Qué pasó?
Me llevó a la cama y nos tumbamos justo en el extremo.
—Nada. Solo metí la pata hasta el fondo. —Sonreí con tristeza—. Como siempre. Supongo que sólo era cuestión de tiempo para que pasara.
—No digas tonterías, Luna. No puedes tener esa concepción sobre ti misma.
—Es la verdad, solo eso.
—Que sea lo que creas no significa que sea verdad. Las verdades dependen de cada uno de nosotros. —Me limpió una lágrima con el dorso de la mano—. ¿Qué sucedió anoche? Val no quiso contarme pero llegó a casa justo igual que tú. Vuelta la propia viuda Magdalena.
—Hum... ¿así volvió?
—Sí. No me dio muchos detalles, pero a juzgar por el humor de James esta mañana puedo hacerme una idea —repuso, haciéndome recordar lo brusco que fue James conmigo cuando me lo llevé puesto en la escalera. Sus dedos apretaron los míos—. ¿Tuvo algo que ver con Frank?
Me mordí el labio, nerviosa y triste.
Nerviosa porque no estaba segura sí hablar de lo que pasó.
Y triste por...
—Le dije que lo quería.
—¿Y?
—No me contestó que me quería de vuelta.
Mi madre lejos de lucir sorprendida, esbozó una mueca que no supe explicar. No sabía si estaba enojada, o decepcionada, o sí quería unirse a mi plan para cortarle las pelotas a Frank Rogers.