El verdadero macho

4.1

Por la mañana, Valya odiaba el alcohol, a sus amigos y, sobre todo, a sí mismo. Volvía a tener náuseas. La cabeza le estallaba, y en la boca tenía un sabor tan asqueroso como si un gatito hubiese decidido usarla de baño. Para colmo, el trabajo no se cancelaba solo. Le tocaba juntar los pedazos de su dignidad y prepararse para grabar. El plan del día era hacer un reportaje sobre actividades invernales: esquí y snowboard.
Menos mal que su madre le había metido analgésicos en la mochila. Se tomó un par de pastillas, se metió a la ducha, y aunque lo único que quería era esconderse del mundo bajo una mantita, empezó a vestirse. Le bastó asomar la nariz por la ventana para entender que hacía un frío polar. Se puso calcetines de lana, unas mallas térmicas, un suéter grueso —¡una joya de los tiempos del cole!— y coronó el look con un gorro de lana con pompón gigante y orejeras, que le protegía bien del viento. ¡Listo!

El pueblo no se llamaba Festivo por casualidad. Había árboles de Navidad por todas partes, lucecitas titilando y montones de nieve esponjosa. Desde los hoteles sonaban villancicos, y la gente se sonreía entre sí como si, al llegar a los Cárpatos, todos sus problemas se hubieran disuelto por arte de magia. Nada que ver con el caos gris de la capital siempre estresada.

De camino al rodaje, se acordó de que tendría que grabar a Karolina. Pensar en ella le dejó un regusto amargo: seguro que muy pronto se echaba otro novio nuevo, mientras que él no solo no había logrado acercarse, ¡sino que encima cada vez quedaba más como un imbécil ante sus ojos! Esperaba, por lo menos, que no apareciera el perro, porque ese chucho ladrador parecía enviado por el mismísimo diablo para arruinarle la vida.

—¡Tenemos unos minutos para preparar todo! —sonó la voz del director—. ¡Revisen el equipo!

Valya aceleró el paso. La nieve apisonada por los esquíes estaba resbalosa, y más de una vez terminó de culo. Por suerte, no soltó la cámara. Cojeando y entrecerrando los ojos del dolor, se acercó a sus colegas. Kostik y Rostik estaban ocupados con el equipo, pero al verlo, alzaron la vista al mismo tiempo.

—¿Estás bien? —preguntó Rostik—. Tienes cara de zombie.

—Y me siento igual —gimió Valya—. Me da tanta vergüenza lo de anoche...

—Espabila. Un fracaso más, uno menos… Ya lo compensarás. Por cierto, ahí viene tu Karolina.

La chica iba maquillada como para una alfombra roja. En vez de gorro, llevaba orejeras rosas peludas, y su chaqueta era tan corta que parecía inmune al frío.

—¡Salúdala! —le dio un codazo Kostik.

—No sé… —murmuró Valya, sin atreverse ni a mirarla a los ojos. Seguro que ahora pensaba que era un pervertido. ¡Se había metido en la cama con una abuelita! Dios, esa señora era mayor incluso que su propia abuela.

Karolina se frotó las manos.

—¡Buenos días a todos!

Valya solo alzó la mano, incapaz de articular palabra por la vergüenza. Bajó la vista al suelo y tironeó del guante, ajustándoselo. Karolina se apartó un poco y sacó un espejito del bolso para examinarse la cara.

—¡Pero qué pringado eres! —Valya oyó una voz masculina desconocida y al instante buscó al dueño.

Era un tipo joven, con una chaqueta decente y la cabeza descubierta, de pelo claro.

—¿Perdón? ¿Te refieres a mí?

—¿Acaso hay otro pringado aquí cerca? —Valya se indignó por el tono, se acomodó las gafas y trató de parecer amenazante. El desconocido continuó con toda la calma del mundo:

—Estás babeando tanto por esa chica que pronto va a formarse un charco a tu alrededor. Si quieres que te preste atención, tienes que actuar. Y para empezar, quítate ese gorro ridículo con pompón. A las tías les espanta a kilómetros.

—Es que… —Valya no sabía ni qué decir. Quería soltar una respuesta afilada, pero lo único que le salió fue:

—Está bien el gorro. Me lo tejió mi madre.

—Claro, y con cordones incluidos. Seguro tenías tres años cuando lo estrenaste —el tipo sonrió y se acercó más, frotándose las manos del frío—. Mira cómo lo flipa con los snowboarders. Si tú probaras también, tal vez te miraría.

—Es que no sé... eso… hacer snowboard.

—Ni falta que hace. ¿Cómo te llamas?

—Valya.

—Pues mira, Valya —repitió su nombre saboreándolo—, yo soy Miroslav. Quédate con ese nombre, es sinónimo de “dios de la seducción”. Y ahora escucha bien lo que te va a decir el gurú. Solo te paras ahí, haces como que ya te has deslizado un montón, y le propones dar un paseo.

Valya sintió cómo se le encendían las mejillas. No tenía ni idea de cómo iba a hablarle a Karolina.

—¿Y si me dice que no?

—No lo hará. Tiene frío, ofrécele ir a un barcito con vino caliente. El snowboard es una técnica infalible, aunque yo nunca la he necesitado —Miroslav le puso una mano en el hombro—. Hay que actuar, no quedarse chupando banquillo. Vamos a alquilarte una tabla.

—No sé… ¿y si mejor no?

—Sí, claro, y así llega un snowboarder de verdad y te roba a la chica. ¿Eso quieres?

Valya negó con la cabeza. Llegaron rápido al punto de alquiler. Miroslav se plantó con seguridad:

—¡Dos snowboards! —le dio un codazo a Valya y guiñó—. ¿Me invitas tú el alquiler? Por el sabio consejo.

Valya sacó dinero de la cartera y se lo dio al encargado. En un minuto ya tenía una tabla blanca que brillaba al sol. El desconocido le dio una palmadita en la espalda:

—Ya tienes la mitad hecha. Ahora vamos con la chica. Te paras con la tabla y listo, será tuya.

—¿Y si Karolina se da cuenta de que no bajé la pista?

—No se va a dar cuenta. Está demasiado ocupada con el espejo, mírala, ahí anda pintándose los labios.

Valya se acercó a Karolina con pasos inseguros. Se detuvo a poca distancia y dejó el snowboard sobre la nieve. Miró las fijaciones con desconfianza. Le parecían fauces de león listas para arrancarle las piernas. Espantó esos pensamientos sacudiendo la cabeza. Con cautela, metió una bota en la fijación. Luego, la otra. Se enderezó y miró a Karolina. La chica se acomodaba el pelo, sin prestarle la más mínima atención.




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