El verdadero macho

Сapítulo 7

Valentín daba vueltas frente a la peluquería, incapaz de decidirse a entrar. Rostyk le dio un empujoncito por la espalda:

—Vamos, ¿qué te da miedo? ¿Crees que es el dentista o qué?

—¿Y si no hace falta? Mi corte está bien… ni me ha crecido mucho desde la última vez.

—Sí que hace falta, Valentín. ¿Ya se te olvidó quién te salvó de acabar en la cárcel? —intervino Sasha, exagerando un poco pero con cara muy seria—. Yo hablé con el guardia, ¿recuerdas? Y al final todo quedó en una multa. Todo por culpa de Bart Simpson. ¿Cómo se te ocurre caer por esa mariposa cuando estamos buscando un look rudo? Así que elige: cárcel o peluquería.

Valentín se acomodó las gafas, que casi se le resbalaban por la punta de la nariz, y asintió. Parecía que no tenía opción. Temía que Sasha usara ese incidente como chantaje toda la semana. No le gustaban las peluquerías: toda su vida lo había cortado en casa una amiga de su madre, una peluquera veterana. Llevaba más de cincuenta años con las tijeras en la mano y, aunque le temblaban un poco y las tijeras ya no eran las más afiladas, siempre lograba un corte decente. Tenía mala vista y no usaba gafas, así que se acercaba muchísimo para cortar cada pelito. Confiar su cabello a una extraña lo ponía nervioso, y más aún cuando su peinado le parecía perfectamente aceptable.

Decidió no discutir con Sasha. Ya sabía que sus codazos dolían. Con un suspiro resignado, cruzó el umbral del salón. En la recepción lo recibió una chica con una sonrisa deslumbrante:

—¡Hola! ¿Tienes cita?

La sonrisa lo dejó mudo. Se quedó mirando como bobo hasta que recordó que su madre le enseñó a quitarse el gorro al entrar en un sitio cerrado. Desató los cordones y se quitó el gorro con pompones. Finalmente logró asentir:

—Yo… este… no sé si…

—¿No tienen cita? —preguntó la recepcionista, parpadeando con dulzura mientras evaluaba el desastre que el gorro eléctrico había dejado en su cabeza.

—Tenemos cita, con Diana —respondió Sasha por él. Valentín suspiró aliviado. Se recriminó por volverse un inútil ante chicas guapas.

Diana resultó ser una rubia con rastas largas. Valentín tragó saliva. Esperaba que no quisiera hacerle algo parecido. Con Sasha nunca se sabía. Se sentó en una silla bastante cómoda. Le vino a la mente el banquito de la abuela Gala, donde solía cortarse. Por ahora, punto a favor de la peluquería: uno a cero.

Le pusieron la capa y Diana le hundió los dedos en el pelo castaño claro.

—¿Cómo quieres el corte?

—No quiero —soltó Valentín, arrepintiéndose al instante.

Sasha, como si no lo hubiera oído, intervino con firmeza:

—Recorta los lados y quita ese flequillo de una vez. Si sigue creciendo, no va a ver ni la hora. Necesitamos un corte moderno, no un souvenir de los ochenta.

—Sí —Diana sonrió, pasando los dedos por el flequillo—. Esto hay que solucionarlo. Tranquilo, estás en buenas manos.

—¿Y si no le toca al flequillo? —se atrevió a pedir Valentín.

—¿Para qué lo quieres? Parece la cola de un castor —opinó Kostyk desde el sofá—. ¿De verdad piensas seguir con eso encima? Ya era hora de que se fuera.

Valentín asintió resignado. Sus amigos se sentaron en un sofá de cuero mientras Diana encendía la máquina. El zumbido le despertó recuerdos traumáticos de la infancia. Sentía que estaba en el dentista, a punto de ser torturado. Esa cosa con dientes era el monstruo, muy distinto a las tijeras silenciosas de la abuela Gala. Punto para la abuela: uno a uno.

Le pareció una herramienta de tortura. Estaba convencido de que le iban a cortar la cabeza. Dio un respingo y se apartó instintivamente.

—¿No tienen tijeras?

—Sí, pero para esto es mejor la máquina.

Observó, aterrorizado, cómo se acercaba el monstruo zumbante. Cerró los ojos con fuerza. Apenas la máquina rozó su cabello, dio un salto y giró la cabeza de golpe. Sintió algo extraño justo sobre la ceja.

—Ay… —murmuró la peluquera. Eso no sonaba nada bien. Valentín abrió los ojos de par en par:

—¿"Ay" qué? ¿¡Qué pasó!?

Llevó una mano al flequillo y suspiró con alivio: seguía allí. No pensaba separarse de él tan fácilmente. Diana apagó la máquina y la dejó frente al espejo.

—Esto… no salió como esperaba. Nunca me había pasado algo así. Lo siento, te moviste y… no sé cómo pasó.

Sus amigos se acercaron de inmediato, mirándolo fijamente. Rostyk soltó una carcajada que más bien parecía el relincho de un caballo:

—¡Qué papelón!




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